Tres de julio de 2006, València. Llegan las primeras noticias del accidente del Metro. Confusión. Sirenas. Alarma. El número de fallecidos y heridos crece hora tras hora. A media tarde, se reúne el Consell. Decreta luto oficial durante tres días: primera ignominia, porque retrotrae el tiempo de luto a las cero horas de la misma fecha. Roban 13 horas al duelo. Apagón informativo en Canal 9.

Día cuatro. Se apresura la celebración del funeral oficial en la Catedral. La ceremonia, celebrada por el arzobispo García-Gasco, se transforma en un inevitable trámite. El arzobispo pronuncia una homilía deslavazada. Sudoroso, incómodo, parece más nervioso que afligido. Segunda Ignominia: las cámaras de Canal 9 tratan de capturar imágenes dolientes de los deudos. Necesitan lágrimas, amargura manifiesta, para proporcionar realismo a un acto organizado con evidente apresuramiento. Apenas lo consiguen porque los fallecidos permanecen todavía en la morgue del Hospital Clínico y allí se congrega el mayor número de familiares. El pésame cesa pronto: muy poca gente puede recibirlo.

Día cinco. En Torrent se celebra un nuevo funeral, está vez con los féretros expuestos de 18 de las víctimas. Constituye un acto más verídico que la acelerada ceremonia de la víspera. Tercera ignominia: el president de la Generalitat no asiste. Será una de las muchas ocasiones en que se negará a mezclarse con los familiares y amigos de los fallecidos. Nunca lo hará y muchos nos preguntamos todavía el por qué su cobardía ante la tragedia.

Se suceden los días. 43 muertos y 47 heridos. Al conseller de Obras Públicas se le insta a que no flaquee. La tesis que se impone es muy clara: la Generalitat no tiene ninguna responsabilidad, todo ha sido un “trágico” error del conductor del convoy que, lamentablemente, también forma parte de los fallecidos y no tendrá nunca la oportunidad de explicarse.

Ahora, ya corren los meses y los años. Los directivos de Ferrocarrils de la Generalitat, previo aleccionamiento, preparan sus declaraciones ante el juzgado. Una juez, cuyas decisiones son con frecuencia matizadas o revocadas por tribunales superiores, intenta sobreseer la causa. Cuarta ignominia: los medios informan de que aquellos directivos se han reunido para celebrar festivamente su exculpación.

Los familiares se asocian e inician sus concentraciones mensuales ante la puerta gótica de la Catedral. Quinta ignominia: apenas encuentran el acompañamiento y calor de los valencianos. No será hasta 2013 cuando un programa de televisión, -“Salvados”-, eleve las voces de los afectados frente al repelente mutismo de la televisión oficial autonómica, sólo roto por periódicos como el que acoge estas líneas. Quizás también influya que ya han cesados los años de vinos y rosas y corren tiempos de ira. En todo caso, muchos valencianos cobran conciencia de la magnitud del desastre y del largo calvario de silencios y difamaciones que, sotto voce, han soportado algunas personas próximas a las víctimas. La Plaza de la Virgen se llena. Una nueva línea judicial abre la puerta a la esperanza de que se vindique la existencia de errores procedentes de los altos despachos de Ferrocarrils.

Finalmente, en el mes de enero de 2020, más de trece años después, la Justicia se pronuncia. No cuenta tanto la levedad de las condenas como el hecho de que las familias de los afectados llevaban razón y, por fin, han logrado que se reconozca.

Con todo, en la memoria personal sigue presente un sabor acre. Duele disponer de instituciones que, en los momentos más aciagos, ignoraron a valencianos y valencianas que vivían sus peores circunstancias personales. Duele que la inmediata visita del Papa ahuyentara la toma de decisiones coherentes con el adjetivo cristiano. De este no forma parte la hipocresía que supuso difuminar las consecuencias del accidente, como si éstas perturbaran la presencia del Pontífice y el éxito de su presencia. Y duele, igual o más, que los valencianos permaneciéramos tanto tiempo alejados de las fatigas de las familias. Con nuestra conciencia y ciudadanía anestesiadas. No es casualidad que, en aquellos de tiempos de fariseísmo, la impunidad campara a sus anchas. ¿Aprenderemos?