Desde los años 60 del siglo pasado y hasta ayer mismo, como quien dice, dos gigantes han refulgido sobre el firmamento de la crítica literaria, George Steiner y Harold Bloom. (Dejemos ahora a los Burke o Todorov, que son otra cosa). Más refinado Steiner (y más atravesado por la filosofía), más excesivo Bloom (un Orson Welles de las letras, se sabía de memoria todo Shakespeare, oiga, ni Conejero). Ambos judíos, ambos idolatrados. Ambos poseedores de una cultura vastísima y figuras clave para poder deslizarse por la historia de la literatura sin besar el suelo. Antes de que el contrato con la vida expire, Dios mediante, o antes de que la errabunda memoria nos abandone, habrá que confesar dos especies de epifanías que nos sucedieron a Adolf Beltrán y a mí, y sin necesidad de salir de este patio de vecindad que al fin y al cabo es València. Fueron un par de encuentros, uno con Bloom y otro con Eric Hobsbawm. Puesto que se produjeron por la noche, a la media luz de dos restaurantes y sin que menguara el vino sobre la mesa, nos dio por pensar, a Adolf y a mí, si no nos hallaríamos en el interior de un cuento de Borges, rodeados por un juego de espejos, y si las figuras de Blomm y Hobsbawm no formarían parte de una ilusión especulativa, una mera fantasmagoría dual y divertida. Que el volumen corporal de Bloom no emergía de una escuálida bola de cristal lo supimos enseguida al percatarnos de que el sabio llevaba tirantes para levantarse el pantalón, un detalle tan prosaico que rompía cualquier posibilidad de hechizo, pero sobre todo lo dedujimos porque de vez en cuando a nuestro lado se escuchaba la voz engolada de Baltasar Porcel (requiescat in pace), ese señor que siempre confundió la literatura -la suya propia- con tocar el violín (prosa cascabel, lo llamaría Marsé). Los otros comensales eran Laia Climent y Joan Francesc Mira. Bloom le resolvió algunos enigmas a Mira sobre Ausiàs March (¿o sobre Joanot Martorell?) y Adolf y yo nos dedicamos a escuchar (uno de los principios newtonianos del periodismo), a degustar el menú y a contemplar horas después cómo se alejaba la silueta oronda del coloso norteamericano de las letras por la calle La Sang mientras nos preguntábamos por esa fijación que acompañó a Bloom hasta el final de sus días: la de que Shakespeare es Dios y sobre el pilar de su obra se ha edificado toda la literatura posterior, bien para acompañarlo o refutarlo, bien para abastecerlo de razones o para negárselas. Bloom sólo concede un lugar de privilegio al lado de su Dios, y es para Cervantes. Uno y otro, el inglés y el español, construirían los grandes paradigmas sobre los que se elevaría la literatura universal hasta nuestros días. Todos los grandes personajes de la novelística, los Sorel o Gina de Stendhal, la Emma Bovary de Flaubert, los Swann o Marcel de Proust, los Settembrini o Castorp de Mann, los Raskolnikov o Karamazov de Dostoievski, el Bloom de Joyce, la Emma de Austen, el Ahab de Melville, el Ferdinand de Céline, los Compson de Faulkner, el juez Holden de McCarthy, todos poseen algo de los Macbeth, Hamlet, Falstaff, Otelo, Yago, Cleopatra y los demás, nos advierte Bloom. O de don Quijote y Sancho.

Del gran historiador Eric Hobsbawm, central para entender las últimas centurias, no digo nada porque el marxismo ha quedado como una Patria esterilizada, y los marxistas en extinción (o en expiación) ya ni la pisan: han abandonado el territorio y se han echado al mar. Javier Paniagua y José Antonio Piqueras, loados sean, nos lo dispusieron, al historiador de las Eras de la Revolución y el Capitalismo, a Adolf y a mí, en noche cerrada del alma pero abierta a los exquisitos manjares de la desaparecida Pequeña Cocina. El mundo mediático y científico andaba esos días enloquecido con las llamadas vacas locas, que enloquecían a su vez a los humanos (no así a lo comunes mortales, que suelen pasar de esos tremendismos y llenan la nevera como si nada sucediera a su alrededor). Hobsbawn debió de ser de estos últimos, porque le ofrecieron sesos para cenar (absolutamente estigmatizados, una verdadera señal del infierno) y el historiador los aceptó muy gustoso . Dijo: "Si tengo noventa años y la enfermedad tarda años en manifestarse en el cuerpo, ¿qué más da"? Y se los zampó. He ahí un infatigable materialista. De modo que como en los buenos cuentos, donde la realidad se vuelve fantástica y la ficción se torna cotidiana, Adolf y yo, tras ascender las cumbres de la idolatría, así con Bloom como con Hobsbwan, nos íbamos a pasear bajo las sombras del Micalet o a visitar algún antro para apagar la noche. La noche había que vulgarizarla tras los océanos de talento de los gigantes de las letras y de la historia, y llenarla de aires buhoneros.

¿Y por qué decía yo esto? Ah, sí. Porque Bloom, al igual que su querido Shakespeare, se abstiene en sus textos de formular juicios morales, y reclama la autonomía de la estética sin redenciones sociales. Tampoco Hobsbawn desprende moralina. Una cosa es guiar o alertar a los lectores y otra, distinta, querer redimirlos. ("Oiga joven, no creerá usted, como creía nuestro señor Jesucristo o los liberales de San Feliu de Guixols, que el hombre es redimible", decía Josep Pla en la taberna del Gervasi). Qué lección para ciertos políticos y algunos propagandistas de medio pelo, que nos condenan por nuestras conductas y pretenden salvarnos de nuestros desmanes.