Cumplimos este año el 75 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, momento que dio a conocer al mundo la verdadera dimensión del Holocausto. Allí murieron más de un millón de seres humanos, la mayoría judíos, pero también gitanos, opositores políticos, homosexuales. Esta experiencia dramática de la humanidad, sin precedente alguno, no tiene comparativo. Es un crimen que concierne e interpela a la humanidad. Esta es la primera condición que nos impone su memoria. Es un acontecimiento único que marca un antes y un después. Constituye un paradigma del crimen organizado por un poder total. Esta dimensión, consciente para los actores, ofrece a este acontecimiento su carácter único.

Concierne a la totalidad de la humanidad porque la razón última del crimen masivo fue la atribución de inferioridad racial al pueblo judío. Lo mismo se aplicó al pueblo romaní. Como tal, es un argumento formal. Se puede aplicar a cualquiera. La misma decisión puede extender el sambenito a cualquier grupo humano. La decisión de inferioridad racial corresponde a la arbitrariedad de quien tiene poder para hacerlo. Lo tuvieron los estados del sur norteamericano o los boers surafricanos. Si un grupo humano cae bajo ese poder, no estará seguro de nada. Es la prueba del poder total.

Muchas veces hubo persecución de judíos, y casi con la misma obsesiva constancia de los gitanos. Lo que estaba en juego era el furor racista, la voluntad de dar muerte por la desnuda consideración de que, como raza inferior, la existencia de los seres humanos de esos pueblos era despreciable. Se les podía explotar y humillar, se les podía matar. Sin embargo, nunca antes esta idea fue desplegada por un poder tan intenso y sistemático como para desplegar el odio racial hasta el exterminio. Arbitrariedad de la calificación racial y poder total constituyen una síntesis que interpela a la humanidad entera. En efecto, ese tipo de poderes imperiales es expansivo, reúne a muchos pueblos, y configura un método de gobierno que, una vez creado, no puede detener su aparato criminal.

Sin embargo, solo con ello nos olvidamos de la razón por la que el Holocausto concierne a todo ser humano. Se trata de la inclinación constante en la historia de la humanidad, enraizada en personas normales, de considerar que otros seres humanos son despreciables, de tal modo que su existencia es motivo de asco y de aborrecimiento. Este tipo humano con esta radicalidad no es muy abundante. Está caracterizado por un intenso auto-desprecio, tan insoportable que no puede dirigirlo conscientemente hacia sí mismo. Necesita transferirlo a otros. Mas para que este desplazamiento sea efectivo, se requiere, como sucede con todo dispositivo neurótico, que se pueda aplicar en todo momento y lugar, que pueda desplegarse compulsivamente, para que esa constancia, esa posibilidad de repetición, tapone toda posibilidad de que el desprecio se aplique a sí mismo. El odio debe llenar la totalidad psíquica del sujeto racista, sin fisuras, para no verse a sí mismo. De ahí su fanatismo.

Esta mentalidad vuelca en su odio todo lo que hay de valor. Es su mejor propiedad psíquica, de la que depende el sentido de su dignidad. El apego a su sentimiento de odio es la manera de reconocer su verdadera función, la de protegerse del auto-desprecio. En situaciones de irritación extrema, de protección segura, de aliento desde el poder, estos personajes pueden conducirse o ser conducidos al crimen, por supuesto. Como lo que odian es la abstracción en la que se refugian, tienen necesidad de generalizaciones groseras que garanticen su aplicación constante. No hay nada personal en su odio. Se dirige a colectivos genéricos: judíos, gitanos, homosexuales. La violencia que se dirige a mujeres no es de otro tipo. Esta característica psíquica no inhabilita para la vida normal. Eso es lo más peligroso de la misma. Brota de la vida cotidiana, de las frustraciones y de la desdicha, y no se puede excluir que cualquier hijo de vecino la albergue.

La diferencia entre la violencia racista y la violencia de género reside en la aspiración política inequívoca de la primera. Organiza la relaciones entre grupos de exclusión perfecta y tiende a generar solidaridades cerradas. Freud ya mostró en "Psicología de las Masas" que aquellos sujetos cuyo aparato psíquico carece de un yo ideal fuerte adecuado y elaborado, y de un ideal del yo identificado, tienden a rellenar esas carencias mediante una identificación extrema con un yo semejante, al que elevan a líder incuestionado, formando lo que él llamó una masa primaria. Ese líder representa su propia personalidad, solo que desinhibida. Estos tipos humanos presentan así una alta disponibilidad a formar una horda, un séquito, en cuyo anonimato se alcanza un liberación completa de sus afectos. En manos de poderosos sin escrúpulos, como los dirigentes nazis, fueron la vanguardia de los cuerpos fanatizados de las SA y generaron el clima exasperante de violencia que llevó a nutrir las filas de votantes para Hitler.

Para producir ese efecto no se necesita mucha gente. Basta una minoría bien organizada para imponer silencio a los demás. Pues una vez vinculados al poder, el miedo que producen puede generar obediencia, que la mayoría moderada la ofrecerá a cambio de protección. Es un intercambio que puede parecer natural, pero es letal. Pronto, las actuaciones criminales generarán en los obedientes pasivos una conciencia de culpa que procederá de la inequívoca complicidad en el crimen. Para hacer soportable esa conciencia de culpa se considerarán impotentes, como si ya hubiera escapado de ellos toda posibilidad de resistir al mal. El círculo vicioso se impone. La pasividad aumentará como coartada y dejará las manos libres a los dirigentes sin escrúpulos. Animará a los fanáticos desinhibidos porque verán que no tienen oposición. Todo estará permitido, y al poco la indignidad destruirá la vértebra moral de la población. El régimen en cuestión será total porque la población gobernada se lavará las manos.

En las situaciones de crisis, quienes aspiran a defender privilegios ilegítimos, saben que resulta fácil poner a su servicio a esta clase de personas. Es parte de su cálculo. Basta con ofrecer vía libre a este tipo de sentimientos compensatorios. Por supuesto, el juego político real va por otros caminos. En el libro "Los sepultureros. El último invierno de la República de Weimar", los autores muestran día tras día las conversaciones, los titulares de periódicos, las discusiones en los gabinetes. Vísperas del mayor crimen colectivo de la historia, nadie hablaba de los judíos en los despachos. Eso sucedía en la calle. Esa dualidad nos pone delante de la verdadera cuestión: el crimen generalizado no se programa, no se imagina, no se prevé. Nadie vota ese programa. Pero siempre acaba sucediendo lo peor. Carl Schmitt, en una de sus pésimos momentos, dijo que los judíos fueron corresponsables del Holocausto por creer que no se iba en serio. Era difícil pensar que se preparaba Auschwitz, desde luego. Koselleck prologó un libro con los sueños de muchos judíos antes del triunfo de la dominación nazi. Solo los sueños anticiparon los crímenes reales. El inconsciente sí se tomó en serio el peligro.

Explico esta cuestión porque lo que llevó al mayor crimen de la humanidad no fue algo realizado por marcianos. Fue nuestra misma pasta humana. No lo realizaron seres humanos especiales, como se vio con Eichmann. La hicieron seres como nosotros, y por eso nadie puede estar seguro de que no vuelva a producirse. La moral es la más estéril de las disciplinas filosóficas porque es abstracta. Nadie sabe lo que es capaz de hacer, llegadas las circunstancias. Pero todos podemos y debemos hacer el pequeño esfuerzo de no dar lugar a que esas circunstancias se produzcan. Así que menos moral y más compromiso político. Pues la clave está en impedir que el odio tenga el menor poder. De Auschwitz tenemos que liberarnos ante de que se ponga la primera piedra.