Hace tan solo unos días, pudimos contemplar el desarrollo de un certamen culminado en el seno de la gala por antonomasia de entre todas las realizadas en España, promovida por una moderna Academia: la del cine. Una manifestación artística que ha alcanzado una elevada calidad en todos los niveles. Eso sí, se trataba de una fiesta adaptada a las tecnologías comunicativas actuales, y con unas muy vistosas peculiaridades.

Inmersos en “la sociedad del espectáculo” pocas cosas podían ser más espectaculares que ver desfilar a la seleccionada concurrencia sobre esa larga superficie copiada de la cultura norteamericana de los Oscar que conocemos como “alfombra roja”, una convención heredada sobre los rescoldos del star system en 1961. Sinónimo de espacio para la muestra y lucimiento de los atavíos considerados propios; en su inmensa mayoría, caros y excesivos, sin descartar los que son extravagantes.

De hecho, la divulgación de estos eventos repetidos en infinidad de latitudes, los ha hecho indisociables de un arte que al mismo tiempo no tiene por qué ser desmedido, ni siquiera banal o fatuo. Muy al contrario, porque suele ser intenso, cuando no, fantástico, reflexivo o sobrecogedor.

Son los protagonistas, desprendidos de sus personajes en la ficción y de sus personajes en la vida real, adoptando una disposición que aún pretende trasladar una imagen ilusoria y alejada de cualquiera de ambas realidades, para permitir sobreactuar una vez más configurando la interminable cabalgata de las vanidades. Entretanto sus declaraciones previsibles, vienen a confirmar que, en ausencia de guión, las cosas ni siquiera son como parecen.

Ya en el interior, cuando prosigue la liturgia, se repiten los estereotipos al uso de todas estas celebraciones, ante un público dispuesto y familiar: es el momento de las fanfarrias y de la intervención de los oficiantes que, listos a ser amenos y graciosos, alternan un ritual tras otro, en los que los revestidos, no solo muestran sus agradecimientos, sino toda una suerte de dedicatorias, sin excluir las emocionales. Si bien, no está de más alguna frase reivindicativa, que es mayoritariamente aplaudida para poner en evidencia que, por encima de las circunstancias, en su conjunto, forman parte de un colectivo inclinado a que vayan a cambiar las cosas.

Inicialmente, no se puede descartar que estos eventos tengan como objetivo principal la promoción comercial de sus productos. De hecho, como es sobradamente conocido, en la publicidad ulterior se incluirán semejantes galardones para afirmar el prestigio y la calidad de cada uno de sus componentes. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en los muestrarios de las presentaciones feriales, donde la competencia se establece entre elementos parejos dispuestos simultáneamente, en esta circunstancia se dirime entre los nominados a las 30 categorías existentes entre las 249 obras preseleccionadas; lo que supone un menoscabo de todos los omitidos, que no pudieron participar de un 26% de cuota de pantalla y de la fabulosa cifra que supera ampliamente los tres millones y medio de espectadores. Entre éstos, muchos con óperas primas (56) resultado de inversiones importantes, de retornos muy difíciles, que pueden llevar a la frustración, e incluso a la bancarrota de sus ejecutores.

La regularidad de este tipo de entretenimientos es, a mi juicio, aceptable, porque como espectador al uso, siempre está la opción de cambiar de canal o dedicarse a otros menesteres. Otro asunto muy distinto es entenderlas cuando sabemos que para su consecución se utilizan grandes dispendios procedentes del erario público. Porque una cuestión es ayudar al cine que, como tantos productos culturales, necesitan en España de ayudas orientadas en unos casos, para progresar y, en otros, para subsistir; y otra, dedicarse a promover estos eventos, dedicados a la agrupación de películas calificadas previamente con una determinada solvencia. Claro está que, en ese caso, cuando se presentan las listas de los dispendios, los gestores tampoco carecen de argumentos y siempre se recurre a la tesis de la suma de retornos, ya sabemos: promoción, ocupación, empleo, gestión, y una sublimación de la “imagen” corporativa o urbana: aquel valor añadido con capacidad de incrementar el aprecio inducido hacia otras cosas.

No dejaría de tener cierta coherencia que en un lugar en el que la industria audiovisual fuese potente, se promoviera un acontecimiento así, a modo de muestrario auto-referente aunque tuviese atisbos narcisistas, como un asunto asentado por la iniciativa privada, dispuesta a impartir el beneficio o el privilegio, aunque fuese en detrimento de los no favorecidos.

Podría, pues, justificarse en un lugar sin carencias estructurales en el ámbito de las artes. Málaga es un ejemplo de exposición cultural en numerosos órdenes (incluido un acreditado festival de cine), más aún si establece una relación con el número de sus habitantes.

Al poco de que se apagaran las luces del evento, se avistó la posibilidad de que un acontecimiento así pudiese realizarse en València. En ese punto debemos de ser conscientes de que no estamos en un espacio comparable. A mi juicio, para que de algún modo se pudieran justificar algún esfuerzo, sería oportuno que, previamente, la Mostra se convirtiera en un certamen importante; y, al menos, también, que la industria audiovisual mejorase sus expectativas, una vez la televisión regional abandonase su audiencia residual, asumiendo que no responde a la diversidad de una sociedad plural a la que se debe dirigir para informar o distraer.

Unos retos culturales anteriores a cualquier intento de lucir y desfilar entre las elites de cualquier alfombra roja.