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España no es tan diferente

Ella es una elegante y estilosa mujer a punto de cumplir 80 años, italoamericana, con diecisiete mandatos a cuestas como congresista por la circunscripción ultraliberal de San Francisco en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, de la que ha sido presidenta con Georges Bush junior y con Barack Obama, y de la que lo es ahora, tras la última renovación de la misma que volvió a dar la mayoría al Partido Demócrata.

Nancy Pelosi vive bajo la cúpula del Capitolio desde 1987 y es lista y mordaz como pocos políticos norteamericanos. Así que no había improvisación alguna ni desconocimiento de la trascendencia del gesto cuando, situada justo detrás de Donald Trump pero como un metro y medio por encima del atril del orador, ella se levantó y con resuelta indiferencia empezó a romper en pedazos la fotocopia del discurso sobre el estado de la Unión que unos minutos antes le alcanzó el propio presidente.

Trump había entrado en la Cámara visiblemente enfadado pero dispuesto a cumplimentar la tradición. Pelosi, al frente de esta institución, ha instigado el proceso de impeachment -destitución- del presidente republicano. Trump entró y le entregó la fotocopia a Pelosi pero le negó la mano cuando aquella se la ofrecía para saludarle. Días antes la llamaba «Nancy, la loca».

El presidente soltó su discurso y justo cuando recibía la ovación cerrada de los congresistas, Pelosi se levantó, en medio del campo de visión de las cámaras que captaban en ese instante a Trump y, cadenciosamente, empezó a desgarrar las hojas del discurso. Todos los noticiarios del planeta abrieron con esa vengadora imagen. «Era la única alternativa cortés que tenía», declaró la congresista al término de la sesión.

Esto, en esencia, es la democracia. La existencia de un campo de juego político que permite no solo la discrepancia sino también el duelo, oral pero también, como en este caso, gestual. Hay que acostumbrarse. Se trata de que los ciudadanos soportemos, incluso con cierto sentido del humor, los envates de los políticos, en cuyo sueldo va la práctica de esta gimnasia del enfrentamiento. Y en todos los sitios cuecen tales habas, no solo en nuestro país, donde tenemos una acusada tendencia a sentirnos únicos y particularmente desgraciados, creyéndonos que «en Europa o en América, esto no pasa».

Cierto que aquí hay diputados que no reconocen al Rey como Jefe del Estado, que algunos partidos emprendieron el camino de la sedición -según la sentencia del Supremo- y hasta mantenemos en el sistema a quienes de un modo taimado apoyaban la acción terrorista en otros tiempos. Todo ello hace que nos creamos únicos, enfrentados a la problemática de los nacionalismos, cuando media Europa vive aquejada de la misma herencia, la que ha dejado el desmembramiento de los imperios.

O nos sorprende que florezcan los extremismos, que abundan por doquier, como fruto de las incertidumbres que la globalización produce y el orden democrático desconoce cómo abordar. De hecho, somos el último país occidental que ha dado margen de representación a la extrema derecha, toda una anomalía en estos tiempos que corren, e incluso concediéndoles capacidad para conformar gobiernos, lo cual, por cierto, le acaba de costar la dimisión al líder liberal de la región alemana de Turingia.

A nuestra extrema izquierda, sin embargo, le ha sentado bien el parlamentarismo burgués. Ha terminado allanándose al orden establecido y ya les vemos aplaudiendo al monarca, suscribiendo hipotecas de chalets y apartamentos en la costa, e incluso vistiendo americanas y esmoquin con la galanura suficiente. Gestos que suelen ser muy subrayados por la ciudadanía, porque valen a veces más que mil palabras y promesas.

En cambio, queda más molesto cuando son los políticos de la moderación los que se agitan sobreactuando. Tales excesos se suelen pagar caros. El ejemplo de Ciudadanos lo deja en evidencia, a pesar de lo cual Inés Arrimadas sigue desatada. Por eso, el genio del marketing político actual en nuestro país, dícese de Iván Redondo, del que apenas sabemos nada de sus maniobras desde Moncloa, mantiene a su jefe, el presidente Pedro Sánchez, en una posición de permanente mesura y comedimiento.

Sánchez y todo el argumentario socialista viven ahora instalados en una especie de autovictimismo frente a las continuas y gruesas adjetivaciones de la oposición. Gestos y más gestos de una política que lleva tiempo abandonada por la sobriedad y la buena oratoria en favor del espectáculo audiovisual.

Pero la democracia, si es fuerte y auténtica, debe soportar eso y más. Y no solo, sino que debe hacerlo aflorar, porque únicamente desde la visión de la realidad es posible aprender a soportarla. Lo otro es la alternativa de la China: libertad económica y control social, pero ya vemos como un nuevo virus está descosiendo el equilibrio del que se suponía gigante asiático llamado a relevar a las antiguas superpotencias.

Una vía, la china, que no difiere tanto de la de Vox, cuyas soluciones groseras pasan por ilegalizar todo aquello que no les gusta: o sea, ocultar la verdad debajo de las alfombras. Eso ya lo vivimos en el pasado con nefastos resultados.

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