"Los jóvenes nos hemos acostumbrado a ser pobres". Esa fue la lapidaria y lacerante sentencia que escuché de una persona de 32 años. Una persona que no se decantaba por el pesimismo ni había arrojado la toalla. Que seguía formándose. Que, aun arrastrando un extenso historial laboral de contratos temporales y a tiempo parcial, alejados de sus cualidades profesionales, mantenía la lucha por el reconocimiento de su capacidad.

Mileurista en los mejores momentos y centaurista en los peores, una generación de jóvenes nos interpela cada día. ¿Por qué la dureza de su lucha cuando han seguido la senda que les fijamos las personas mayores, desarrollando extensos ciclos de enseñanza, aprendiendo idiomas, recurriendo a cursos y viajes que ampliaran el bagaje de su formación académica?

Desde la economía se suele hablar de sobre-cualificación. Disponemos de un mercado de trabajo que no es capaz de absorber a los egresados de diversas áreas de conocimiento. La consecuencia directa es su oxidación profesional en tareas que no encajan con su saber hacer, que no les incitan a ampliar sus destrezas. El segundo efecto, su ida a otros lugares. Una Comunitat Valenciana, insuficiente aún en capital humano, se permite el lujo de exportar parte del mejor conocimiento presente entre sus jóvenes. Realizamos la inversión principal, financiando un extenso ciclo formativo, desde la niñez hasta la universidad, y admitimos que el rendimiento de ese esfuerzo colectivo se nos escurra.

Hablamos de algo más que una contingencia pasajera: lo que se está lesionando es la solidaridad intergeneracional. A esos jóvenes, acostumbrados a vivir en la frontera de la pobreza, sin expectativas sobre un proyecto de vida alentado por la autoconciencia de progreso, ¿podemos exigirles que se sientan responsables de las jubilaciones y de la mayor longevidad de quienes les precedamos en el acceso a los correspondientes derechos sociales? ¿Podemos estar seguros de que podrán conseguirlos cuando les llegue su momento?

Asistimos a síntomas reveladores del surgimiento de una nueva era. Un cambio de paradigmas que trascienden las fronteras conocidas. Tal es el caso del eje generacional. Ese eje del ahora y el después, que incluye tanto el difícil y ralentizado acceso a oportunidades laborales dignas como el deterioro del bienestar y la seguridad que acompañará al cambio climático. Los jóvenes del presente, y sus descendientes, serán los usufructuarios de ese incierto futuro. Más esperanza de vida, menos certeza de vida decente. En el interín, quienes somos mayores, o bien nos desentendemos o bien acudimos a introducir parches de limitada eficacia que en poco corrigen el desacoplamiento estructural entre las distintas generaciones.

Volvamos a esa persona, joven y luchadora, acostumbrada a la pobreza. Los mayores disponemos de influencia sobre las instituciones y las organizaciones de la sociedad civil. Sumamos una amplia y determinante potencia pública en votos y voces. A favor de los proyectos que beneficien a los jóvenes se puede evocar la solidaridad intergeneracional o incluso, para quienes son desafectos a los valores y bienes comunes, el egoísmo interesado. Porque de los actuales jóvenes dependerá, a partir de algún momento, el futuro de quienes ahora ocupamos el centro de la escena.

Prestarles nuestra voz, para amplificar la suya, no constituye una dádiva limosnera. Es una respuesta coherente a favor de nuestras propias y futuras seguridades. A favor de la cohesión, de una sociedad incluyente e intergeneracionalmente responsable.