Debería bastarles con ser coherentes con sus creencias, ser como deberían. Creen que el matrimonio es un sacramento y que lo que Dios unió ninguna persona puede separarlo. Creen que nuestras vidas le pertenecen a Dios y que nadie puede arrabatársela, puesto que está en sus manos. Creen que la familia es una institución fundada en la naturaleza, obra divina, y la unión exclusiva entre una mujer y un varón. Está bien, no esta mal. Nada ni nadie les impide vivir conforme a sus creencias y valores, que valoren lo que valoran. Nada ni nadie les obliga a divorciarse; nada ni nadie les obliga a contraer matrimonio con personas de su mismo sexo; nada ni nadie les obliga al aborto y estamos contentos porque todos sus embarazos sean deseados o asumidos con una resignación que llaman cristiana; nada ni nadie les obliga a poner fin a sus sufrimientos ni al consuelo de una buena muerte.

Ninguna legalidad les quita el derecho a vivir según sus creencias y su moralidad: no es delito ser heterosexual, ni permanecer casado, ni tener hijos, ni sufrir hasta el último aliento. Pero no les parece suficiente: están empeñados en que sus creencias particulares sean el fundamento de las leyes generales, que lo son para todos. Que la maternidad sea un destino y una fatalidad en cualquier circunstancia; que el matrimonio continúe, aunque sea un infierno; que el dolor insoportable e irremediable se prolongue hasta el encarnizamiento; que el amor sea un pecado nefando que ofende a Dios y a la naturaleza. En fin, tampoco está mal: convencidos de la superioridad moral de lo que defienden es razonable que quieran convencernos, aunque no lo sea tanto que quieran imponerlo, pero este es un vicio de origen en el cristianismo.

Bien mirado, tampoco importa que no sean coherentes: el deber ser de la santidad y la ejemplaridad es una idea regulativa, un ideal casi imposible, difícilmente exigible. Así que no importa que se divorcien, que aborten, que amen con pasión a los de su mismo sexo, que busquen remedio a su sufrimiento. Poco importa, aunque sorprenda la vehemencia de lo que dicen y la laxitud de lo hacen. Todo eso no importa porque tiene difícil remedio. Pero sí importan la estupidez y la mala fe que podrían evitar. Que mientan a sabiendas, cuando bastaría la verdad de su desacuerdo. Importa que digan que los que defienden la eutanasia sólo buscan ahorrar costes a la sanidad o resolver el «problema» del envejecimiento. Eso no sólo es mentira, es miserable.