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Una casa en las afueras

El tiempo entre pastillas

Morir en breve y brevemente. Un formulario, un diagrama de flujo de enfermería, una camilla lejos del mar, el paulatino dossier de informes clínicos ocultando la belleza que fuimos. Burocracia y desdén. Al margen del fatigoso discurso político, es harto probable que a esta hora, el mundo se precipite dentro del corazón de un hombre, dejándole como única salida la augusta benevolencia.

Los partidos políticos se han lanzado en tromba sobre la eutanasia, aspecto sagrado de nuestra vida íntima del que deberían apartar sus garras. Revivo pues asombrada, un debate de ideas, estéril, con el que sus señorías ensucian la enormidad del hecho de la muerte.

A veces entran ganas de morir por el capricho de no ver que el mundo al que estábamos acostumbrados, desaparece. Cuanto más sentimos, más nos evaporamos. Estoy muy de acuerdo en esto con Rilke, quien atravesaba una profunda crisis personal y artística cuando comenzó a escribir sus elegías. Durante un paseo por los arrecifes de Duino, en Italia, el poeta Rainer María Rilke sintió un latigazo; era un verso. Un verso que le vino a desembocar en pleno corazón . Entonces anotó con la premura de saber que era más que un verso; glosó aquello azorado, embriagado por la certeza de estar ante algo grandioso, destinado a ser terciopelo o almohada: Elegías.

Al poeta se le caía el mundo encima como pedazos de un vaso que estalla y del que meses después sigues recogiendo diminutos cristalitos -pulverizados-, en los recovecos de la cocina. Lejos de querer morir el poeta se puso a escribir. Prefirió mirar, palpar el vestido nuevo con el que su propia desolación se acababa de disfrazar, remontar así los arrecifes de Duino y superar aquél rompiente, el atolón de su gran depresión.

Morir tras haber superado todo indicio de muerte segura, como una enfermedad paralizante, un cáncer fulminante o una depresión aniquiladora... puede llevarnos a creer en la resurrección. Pero pasado el tiempo compruebas que nadie resucita. Que donde estaban mis padres quedan flores frescas, ternura y una letanía de risas para esquivar la obstinada tristeza.

Este trayecto, el de la tristeza, es el que hacen algunas personas sin saber muy bien por qué; sin padecer enfermedad diagnosticada; sin acotar el tiempo entre pastillas; sin más dolor que el de la angustia, la incomprensión. Sin más herida que la falta de respuestas a preguntas muy concretas.

El deambular de las ambulancias, las vendas e inyecciones por la casa, el miedo y el insomnio, el dossier interminable de la medicación, los viajes a la UCI con lo puesto. Burocracia y desdén.

Yo, que he visto morir a mis padres con dolor, mas con plena conciencia de su final, quisiera no haberles visto sufrir. ¿Es esto acaso reprochable? La muerte es cosa de uno. Puede que el peor momento sea aquél en que asumes que el lugar donde habían estado las glicinias, se ha convertido en un triste cuarto de curas. Entonces todo restalla.

Al igual que un poeta asciende a la montaña de su soledad voluntariamente elegida, así un individuo elige y decide hasta donde sufrir. Permanecer en el mundo no es cosa que pueda elegir un alma herida de muerte, sentenciada al dolor y la postración. Bien es cierto que hay quienes optan por mirar y vivir hasta el último de sus latidos. Por tanto ¡qué sé yo del límite de mis semejantes! No puedo ni siento que esté capacitada para opinar con justicia sobre la muerte ajena.

Sí alcanzo a entender que cuando la muerte crece en nosotros, ya no somos los mismos, ella decide por nosotros. Tan silenciosa como entra en nuestras vidas, va dirigiendo los resortes y asideros de la fe -o ausencia de ella- por caminos imprevisibles. Porque no se trata de morir o resistir, se trata de un esfuerzo superior al tamaño del universo, un empeño colérico que nos desborda y convierte en papel de seda al viento.

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