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Hace falta un nuevo "J'Accuse"

Ahora que una película de Roman Polanski ha dado nueva actualidad a la profunda injusticia que supuso en su día el caso Dreyfus, haría falta un nuevo "J´Accuse" para denunciar lo que sucede en torno al fundador de Wikileaks, Julian Assange.

El australiano permanece detenido en la prisión de alta seguridad de Belmarsh, situada en el sureste de Londres y por la que han pasado terroristas, criminales y combatientes del IRA en espera de su extradición a EEUU si finalmente lo autoriza, como temen muchos, la justicia británica.

Y aunque no vemos hoy a nadie con el coraje moral de Émile Zola, el novelista que denunció, en carta abierta al presidente de la República francesa y que publicó en portada el diario "L´Aurore", el atropello cometido con aquel militar judío, indebidamente acusado de alta traición, Assange tiene también defensores en el mundo de la cultura y la política.

Entre éstos hay escritores como los alemanes Daniel Kehlmann y Navid Kermani o la austriaca Eva Menasse y políticos, como el ex eurodiputado de los Verdes Daniel Cohn-Bendit o el ex líder de la socialdemocracia alemana Sigman Gabriel, que han firmado un escrito impulsado por el conocido periodista de investigación Günter Wallraff.

Los firmantes del escrito critican las condiciones de reclusión de Assange, denunciadas ya en su día el relator de la ONU sobre tortura: el australiano, abandonado por el nuevo Gobierno de Ecuador, en cuya embajada en Londres, había permanecido refugiado casi siete años, fue sacado de allí en volandas por la policía británica y mantenido en total aislamiento en Belmarsh como si se tratara del más peligroso criminal del planeta.

Si Assange continúa en Belmarsh es porque así lo quiere la justicia estadounidense: una fiscal de aquel país reclama su extradición para que el australiano se enfrente a un juicio por espionaje, basado en una ley que data de 1917, es decir de la Primera Guerra Mundial, promulgada para defender al país de las actividades de agentes a sueldo de potencias extranjeras.

La fiscal le acusa, entre otras cosas, de haber conspirado para obtener documentos confidenciales y publicado información que podría poner en peligro la seguridad nacional de Estados Unidos. Según la acusación, Assange indujo y ayudó a otras personas a conseguir documentos que mostraban las vergüenzas de la superpotencia. Y, de ser declarado culpable, se expone a una pena de 175 años de cárcel.

Entre los documentos que pudo conocer la opinión pública mundial gracias a Assange está, por ejemplo, un vídeo registrado desde la cabina de un helicóptero Apache norteamericano que muestra claramente cómo pilotos de ese país dispararon contra un grupo de civiles desarmados, entre ellos periodistas, en una calle de Bagdad.

En entregas sucesivas, varios medios, entre ellos el británico The Guardian, The New York Times y la revista alemana Der Spiegel, publicaron informes secretos del Pentágono relacionados con la guerra de Afganistán y la invasión ilegal de Irak así como extractos de los 250.000 documentos que habían llegado a manos de Assange y demostraban la comisión de numerosos crímenes de guerra por la superpotencia.

Mientras tanto, Assange, que vivía en Londres, fue denunciado por dos mujeres suecas con las que supuestamente había mantenido relaciones sexuales sin su consentimiento, en lo que aquél vio una trampa que le habían tendido para lograr su detención en el Reino Unido con vistas a su extradición a Suecia, primero, y luego a EEUU.

Como es sabido, Assange se refugió en la embajada ecuatoriana, el Gobierno de Rafael Correa le concedió asilo político y allí permaneció sin poder salir hasta que el nuevo presidente ecuatoriano, Lenin Moreno, permitió su entrega a la policía británica.

Lo que se dirime ahora en el caso de Julian Assange es si la obtención de documentos de manera irregular puede considerarse periodismo de investigación o robo de datos oficiales que deberían permanecer ocultos a la opinión pública mundial.

La pregunta que habría que hacerse en cualquier caso es por qué se acusa solamente a Assange y no a los medios que publicaron los documentos. La libertad de prensa está protegida por la Constitución en EEUU y el Gobierno de Barack Obama renunció en su momento a presentar acta de acusación contra el australiano.

Donald Trump y los halcones que le rodean no tienen tales escrúpulos, y harán todo lo posible por conseguir la extradición del australiano no sólo para vengarse de quien consideran responsable de un delito de alta traición, sino para disuadir a quienes en el futuro puedan verse tentados a denunciar los crímenes cometidos por un país que se cree por encima del derecho internacional.

Hace falta un nuevo "J´Accuse" como el de Zola, algo cada vez más difícil en estos tiempos de confusión, mentiras, cinismo y cobardía moral.

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