Queremos perdonar», decían las víctimas del Apartheid sudafricano. «Pero antes necesitamos saber lo que pasó». Esa fue la consigna que inspiró al obispo Desmond Tutú en el proceso que siguió al derrocamiento de aquel régimen injusto. No se puede perdonar en abstracto. Eso no es perdón, sino carencia de rigor moral. Toda justicia transicional se basa en un primer mandato: hallar y conocer la verdad. Sólo después puede exigirse el perdón. Sólo entonces ese gesto implica generosidad y pone ante los ojos de todos la voluntad de no repetir los hechos que se perdonan. Perdonar en abstracto no implica compromiso. Pero el perdón implica el compromiso de ambas partes, la víctima y el victimario, de no desplegar un curso de conducta que dé lugar a repetir los hechos. La víctima se niega a la venganza, y el victimario, al ser perdonado, se compromete con una valoración de su conducta como injusta. La institución del perdón tiene esa función social. Sale a la búsqueda de un consenso moral y encuentra una promesa de conducta de no dañar al otro.

En las guerras civiles la situación no es diferente, salvo por la probabilidad de que estos argumentos tengan que ser recíprocos. Por supuesto, alguien podría decir que la Guerra Civil Española fue tan espantosa que sería mejor operar con el principio de abstracción y generar un sentimiento universal de perdón que facilite el olvido. Esto habría sido posible si la Guerra Civil hubiera dado paso a un régimen legítimo y pacífico, sin limpieza política; y si ese olvido no hubiera sido la pretensión específica buscada por el responsable último de las crueles ejecuciones que produjo la Dictadura de Franco. Por eso, generar un olvido universal no es sino seguir la propia metodología del Caudillo, que la utilizó para poder presentarse, tras la Guerra, como un hombre de paz. Una paz así fundada no es nunca legítima. Cuanto más general sea la pretensión de olvido oficial, más se sigue la política de Franco, y más difícil resulta para los familiares de las víctimas cerrar su duelo y reconciliarse con el resto de la ciudadanía y con el Estado.

No es caso de relatar de nuevo los hechos de aquellos tiempos de forma pormenorizada. La memoria histórica no tiene esa finalidad. Han sido historiados con rigor y cualquiera que desee conocer la verdad tiene libros a los que dirigirse. Pero sí merece la pena recordar que no puede sentirse unido un pueblo en el que cientos de miles de sus hijos no pueden ser reconocidos como víctimas de la injusticia de los poderes del Estado. Esta es una cuestión importante. Se trata de víctimas de los poderes del Estado, no de víctimas de particulares. Bien porque no se sepa dónde fueron ejecutados, dónde están enterrados, o no se tenga memoria pública de sus nombres, el Estado tiene la responsabilidad de darles reconocimiento. De otro modo no puede pretender que todos sus allegados reconozcan la legitimidad de ese poder público. Pero un pueblo que no puede representarse como una comunidad unida está condenado a mantener la dualidad de origen, la de vencedores y vencidos. Una dualidad que Franco jamás quiso reducir.

Por todas esas razones, el Comisionado de la Memoria Histórica de Madrid, la abogada Sauquillo, cometió un grave error en el 2018 al recomendar que el Memorial de los Fusilados de la Almudena entre 1939 y 1944 fuera anónimo. Este tipo de memoriales no vincula a los allegados al reconocimiento adecuado y no cumple su función de ultimar el duelo político, la indisposición con el Estado. No implica por parte de un poder público un acto simétrico a la injusticia de cometió, que fue segar una vida sin procedimientos justos, transparentes y con garantías. El error de la señora Sauquillo consistió en pensar que el memorial debía ser anónimo porque entre los fusilados se encontraban personas que habían actuado en las terribles chekas de Madrid. Por supuesto que entre los fusilados pudo haber personas con actos criminales a sus espaldas y que también produjeran víctimas. Pero el estatuto de víctima es diferente del de víctima pura. No se necesita ser inocente para ser víctima. Los fusilados entre 1939 y 1944 lo fueron por el modo en que resultaron ejecutados, sin juicios adecuados, sin defensas, sin otro sentido que el de la venganza y con la pretensión de que su memoria fuera borrada para siempre.

Cuando Sauquillo propuso que el monumento fuera anónimo por eso motivo, rechazó el saber concreto personal que permite poner en marcha el perdón y la reconciliación con la comunidad política de todos aquellos a los que el Estado injurió. Ella consideró más afortunado proponer en el mismo cementerio, y en el mismo memorial, los nombres de las víctimas de los años 1936-1939. Pero lo que no tiene sentido alguno es que figuraran esos nombres y no los del periodo de 1939-1944. Esta diferencia es contradictoria con las declaraciones que hizo en su día de que no se trataba ahora de ser jueces ni de discriminar según veredictos. No se podía instruir una causa forense para decidir cuáles de los fusilados debían ser nombrados. Que las víctimas en un memorial puedan ser los victimarios en otro es lo característico de una Guerra Civil, pero en ningún caso es preferible el olvido de algunos de ellos. Lo único importante aquí es que el mismo Estado debe acoger todos los nombres de los que debió proteger. Sólo así hay una única ciudadanía y un compromiso unitario contra la barbarie.

Ahora ese error de la señora Sauquillo ha sido utilizado por el alcalde de Madrid, el señor Almeida, para decir que el memorial que impulsó el Ayuntamiento bajo Carmena no cumplía la Ley de la Memoria Histórica. La mala fe consiste en que al eliminar todos los nombres, se vuelve a la política de olvido de Franco. Incluso Miguel Hernández ha sido censurado, a pesar de ofrecer un verso de noble esperanza. Ver esas lápidas, con tantos nombres propios, rotas y vejadas, encoge el alma. Si realmente se quería desplegar una política seria, podían haber incluido en el mismo memorial los nombres de los fusilados desde 1936 a 1939. En realidad eso era la único coherente. Sin embargo, el señor Almeida ha preferido de nuevo dejar a todos esos españoles sin nombre, sin vida pública, sin reconocimiento, sin la mínima reparación. Como si no pertenecieran a nuestra comunidad política, como si el acto de haber sido vencidos les retirara la condición de ciudadanía para el Estado actual. No es verdad, desde luego, que sea como si los fusilaran de nuevo, pero siguen sin existir, perdidos en un negro olvido que aumenta con su aspecto siniestro la barbarie que los asesinó.

Todo lo que no sea una política de Estado en este asunto no hará sino mostrar la dificultad que tenemos los españoles para pensarnos como una única comunidad política. En este sentido, que la política de la memoria tenga como actores sobre todo a los ayuntamientos facilita sepultar lo que debería ser una exquisita sensibilidad moral en una fronda de enfrentamientos políticos partidistas. Los hechos del alcalde Almeida, de una mala fe incuestionable, muestran una insuperable insensibilidad que guarda lejana analogía con la indiferencia que caracterizó al poder público que firmaba aquellas sentencias. Quien así actúa ignora que detrás de cada uno de esos nombres hay conciudadanos que no pueden creer que, tras ochenta años de haber soportado los efectos de una ejecución sumaria, ahora sus familiares sean objeto de una voluntad política arbitraria, desconsiderada e insensible, que arroja los nombres de sus antepasados por el suelo. Y tienen derecho a preguntarse qué se puede esperar de unos políticos que añaden a una injusticia originaria la insensibilidad incapaz de ofrecer reconocimiento. Desde luego, no pueden esperar de ellos un criterio moralmente solvente. Pues quien pisotea un nombre propio daña a su portador.