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La suerte de besar

En deportivas por la vida

Los zapatos son como nuestras neveras: dan información sobre cómo somos y sobre nuestro momento vital. Con tacones te comes el mundo y con manoletinas muestras la importancia de las formas. Las deportivas son mis preferidas.

Personaje de una novela de Pierre Lemaitre siente vergüenza de sí mismo al ir a una fiesta con un calzado que deja en evidencia lo pobre que es. Es un evento de postín, en el que debe aparentar ser alguien que no es y, para más inri, hay una chica que le gusta. Muchos, a pesar de no salir en ninguna novela, nos hemos sentido ridículos e inseguros llevando unos zapatos determinados. No hay que infravalorar el poder del calzado. Mi vecina me reconoció que acabó retozando con un hombre a quien apenas conocía porque se sintió conmovida al descubrir la etiqueta del precio en la suela de sus mocasines. No le resultaba atractivo, pero, en su opinión, que un hombre estrene algo la primera vez que sale a cenar con alguien desconocido es señal de buen augurio. Amén. Un amigo me dijo que los hombres que nos hacen sufrir son como los zapatos que nos duelen. Cuanto más lejos, mejor. Nunca un símil resultó ser tan eficaz. Es cierto, el amor por una misma debería empezar con gestos tan sencillos como cuidar el bienestar de nuestras extremidades. Alguien que lleva los zapatos sucios denota dejadez y quien los lleva impolutos esconde, quizás, un perfeccionismo que raya la neurosis. Estas prendas son como nuestras neveras, o como nuestros carritos de la compra, dicen mucho de nuestra forma de ser. Tuve un profesor de teatro que trabajaba los personajes a partir de los pies. ¿Qué calzaría Romeo? ¿Cómo caminarían Lady Macbeth o Bernarda Alba? Algunos ya tenemos suficiente con nuestro propio personaje.

Mi padre me regaló unos zuecos color verde el día que me operaron de vegetaciones. Yo era muy pequeña y él, con tal de infundirme seguridad y ahuyentar los miedos, aprovechaba cualquier excusa para hacer una fiesta. Incluso de la experiencia de pasar por el quirófano. Era alentador sentir que no era necesario esforzarse demasiado para lanzarse a recorrer el mundo. Meter los pies y echar a andar.

Las etapas de la vida pueden medirse por el calzado que portamos. Las manoletinas, las merceditas o los mocasines son la formalidad, la uniformidad y la discreción. En sus antípodas están los taconazos. El mundo se ve más brillante si vas sobre ellos, a pesar de no recordar la última vez que los llevé. Admiro a las mujeres que caminan con naturalidad sobre tacones. Es un arte, el arte de comerse el mundo. La versión masculina que más se acerca a ese glamour es el zapato de piel dura con cordones. Cualquier hombre que se precie debería tener un par. Me gustan las sandalias. Las simples, de pocas tiras y nulas filigranas. Recuerdan a la madurez, cuando ya no es necesario esconderse ni aparentar. Sin embargo, y tras muchas caminatas y horas de experiencia, actualmente, mi zapato preferido es un buen par de deportivas. He llegado a la conclusión de que quien lleva unas deportivas comienza a estar de vuelta de muchas cosas. Es, casi, una filosofía de vida. Ir en deportivas implica ser práctico, sencillo, flexible y adaptable; aplicar la resiliencia, ser informal y ágil. Ser activo y vital. Saber que, en algún momento, habrá que hacer una carrera, pero que, en muchos otros, se podrá ralentizar el ritmo y disfrutar del paisaje. Ahora toca exprimir esa experiencia. Es bonita y, además, cómoda. Por fin.

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