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Teresa Domínguez

Con duende

Teresa Domínguez

Matar por omisión

Alina Mocanu -36 años, madre de un niño de 14 años y de una niña de 9- fue asesinada de diez cuchilladas por su pareja este 15 de febrero. Ha pasado a engrosar la vergonzante lista de las víctimas del terrorismo machista como la primera caída este año en la Comunitat Valenciana. Cuatro meses antes, el 11 de octubre, un juez dictaminó que ese mismo hombre, del que huyeron despavoridas sus dos parejas anteriores y que la noche del crimen desplegó una saña y una frialdad espeluznantes, no merecía ser condenado por haberle dado un puñetazo a Alina en junio. Y tomó la decisión porque ella no declaró; aun disponiendo del atestado policial que certificaba la existencia de la agresión, pero anteponiendo la versión de un amigo del acusado -que le dio cobertura diciendo que había dormido en su casa- a la declaración del vecino que, en un acto de civismo que le honra, no solo llamó a la policía la noche en que la escuchó gritar en plena paliza, sino que además cumplió como ciudadano acudiendo hasta tres veces al juzgado. Las dos en que se aplazó el juicio y la tercera, cuando se celebró. Quienes están en esto de administrar justicia en el terreno de la violencia de género explican que el juez no tuvo más remedio, que aplicó la ley, que no había opción. Que el testimonio de la víctima es la principal prueba de carga y que tiene el derecho que le otorga el odioso artículo 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal por el que puede no declarar contra el verdugo (nunca fue pensado para una víctima, advierto; y solo el día que se derogue para estos casos empezaremos a caminar por la senda correcta). Y digo yo: ¿Para qué tanta formación sobre víctimas y victimarios? ¿No era de primero de experto en violencia machista saber que el terror, la dependencia emocional, el pánico a no poder proteger a los hijos, el pavor a la represalia -vamos, eso que se llama victimización- convierte en muros de silencio a las mujeres que viven en el infierno del maltrato? No parece que haya que estar dotado con el cerebro de Albert Einstein para entender que no son ellas quienes deben romper ese muro. El vecino lo hizo. El resto, falló. Fallamos. Su ataúd lo prueba. En esos cuatro meses, aquel puñetazo, preludio del nubarrón final, solo mereció activar ese procedimiento judicial que siguió su lento curso hacia el fracaso. Nadie más se movilizó. Ni desde lo público, ni desde lo privado. Otro fiasco más como colectivo. ¿Y van cuántas?

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