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Maite Fernández

Mirando, para no preguntar

Maite Fernández

La semilla de la vieja Europa

Ahora que se negocia el presupuesto de la UE tras el Brexit, Europa se percata del enorme agujero que ha dejado Reino Unido tras su salida y, lo que es peor, la enorme división que planea entre los 27 sobre el propio principio de lo que es y para qué debe servir la Unión Europea. Europa se ha visto obligada a zambullirse en la reorganización de sus equilibrios.

Una vez más el norte se distancia del sur, los países ricos (los frugales) contra los receptores de las ayudas. Los países partidarios del ahorro frente a los que defienden el gasto como inversión… Una situación a la que podíamos estar acostumbrados porque así ha sido en cada decisión financiera. Y sin embargo esta vez hay algo distinto, algo que nos hace pensar que estas negociaciones pueden convertirse en un punto de inflexión para la política común. La sombra del Brexit es alargada.

La defensa de la autarquía de la que ha hecho gala Boris Johnson para defender la salida de Reino Unido del club europeo puede ser la espita que inflame aún más movimientos populista nacionalistas. En Polonia, Italia, Austria, Países Bajos, o en algunos destacados Lander alemanes la ultraderecha intenta hacer calar la idea de que «el negocio europeo» no resulta tan rentable.

Y en estas estamos cuando el presidente del consejo europeo Charles Michel, presenta un borrador de presupuestos donde se impone la austeridad que reclaman los frugales: para cubrir el agujero del Brexit, Mark Rutte sólo ve la solución de recortar en fondos estructurales y subsidios agrícolas. Tijeretazo de hasta un 14% en las ayudas al sector agrario. Vamos, que el campo español dejará de recibir 925 millones de euros anuales mientras comprueba como llegan sin reparos los tomates de Marruecos. Los países del norte insisten: más dinero para innovación, menos para subvención, mientras siguen comprando naranjas o vegetales del Magreb sin las exigencias fitosanitarias ni medioambientales que reclaman a los agricultores de Italia, Francia o España.

«Seguid apretando» les decía el vicepresidente Pablo Iglesias a los agricultores. ¿Apretando los dientes o el cinturón? Porque al menos de momento no pinta bien la cosa. Si la realidad no se pegara de bruces con la teoría económica, quienes se ocupan y preocupan de producir los bienes más primarios deberían ser para todos nosotros los trabajadores más protegidos. La FAO dice que en apenas unos años en este planeta nuestro habrá que alimentar a 10.000 millones de personas. Por muy urbanitas que seamos, creo que todos tenemos claro que la leche no sale del tetra brick.

Los agricultores se revuelven. Reclaman ayudas, piden comprensión. El mercado agrario está desequilibrado. Los precios suben para el consumidor, pero bajan los beneficios de quienes se agachan al amanecer a desenterrar la patata de su campo. La renta agraria se deprime cada vez más mientras las distribuidoras, convertidas en grandes grupos económicos, se hacen con el mercado global y controlan los precios.

Los agricultores saben que sin ellos es imposible plantear la transición ecológica (como defiende Macron, la defensa de la agricultura es el primer paso para conseguir una Europa Verde), pero parecen no ser conscientes de que la economía digital, las nuevas tecnologías están transformando su campo. Los agricultores necesitan ponerse las pilas si no quieren ser «uberizados».

Tenemos fresas todo el año, la globalización permite que consumamos mangos del otro lado del Atlántico a precios que compiten con los de Málaga. Traba sobre traba. Los agricultores protestan, sí. Arrancan sus viñas, venden a pérdidas, dejan la fruta sin recoger en los campos y acaban por abandonar una profesión que tiene mucho de vocacional. La crisis agraria, que estalla en las carreteras de España, se vive también en el resto de Europa. Las razones son distintas, si, pero el malestar, el enfado, es común. Los responsables de la Política Agraria Común tal vez deberían volver a estudiarla si no quieren que el campo emule el ejemplo de los «chalecos amarillos» franceses. La semilla de la desconfianza parece haber prendido en Europa.

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