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Picatostes

De Versalles a Jerusalén

La verdad es que estos últimos días mi cabeza y estado emocional andan algo desubicados por culpa del dichoso virus royal. A mi ya sensible equilibrio vírico-emocional se acabó de sumar un amigo periodista que lanzaba sus dudas sobre la celebración de algunos de eventos en las próximas fallas. Despues de escuchar -a título personal- a uno de los miembros del comité olímpico dejando en observación en los próximos meses la celebración o no de un acontecimiento del calibre de los Juegos Olímpicos de Tokio, la verdad es que el panorama no está, como se dice, para tirar cohetes. Con el coronavirus en los talones salto de información en información, ya sea cómo distinguir el virus de la gripe, para que sirven realmente -si es que sirven para algo- las caretas protectoras, cuántas veces he de lavarme las manos al cabo del día o si es cierto como algunos dicen que se puede contagiar hasta por whasapp. A todo esto, no sé si mis vecinos comerciantes chinos están ya sufriendo las consecuencias del virus que no cesa -como el rayo hernandiano- y el restaurante El Pato Laqueado está a punto de dejar de suministrar sus raciones de arroz tres delicias.

El otro día, como muestra de solidaridad, decidí ir a comprar al bazar de la esquina un juego de sartenes.

De momento, entre nosotros, el virus más fulminante, por la rapidez y eficacia con la que actúa, es el Virus PP. Cuando el candidato Alfonso Alonso todavía estaba de cuerpo presente, los de Génova ya habían incinerado su cadáver electoral y arrojado sus cenizas al Cantábrico mientras llamaban -con entrada de urgencia- a Carlos Iturgaiz como sustituto para las próximas elecciones a Euskadi. Despues de oír algunas de las primeras declaraciones del señor Iturgaiz, ¿alguien se puede creer en serio que el partido conservador esté trabajando por la consolidación de un centro derecha, eso que se dice, moderno y liberal? Ni un guionista del Club de la Comedia hubiera hecho un chiste mejor.

De momento, esperemos que las hormonas del candidato Iturgaiz con el paso de los días se relajen un poquito. En el otro lado de la mesa negociadora, la señora Arrimadas continúa con su operación de sacar tajada allí donde hasta ahora no se comía un rosco. O sin salir del refranero, el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija -nunca un apellido, Arrimadas, resultó tan clarividente- y donde dije no al Concierto económico vasco, ahora digo Diego. Y estos son mis principios, si no les gustan, tengo otros que diría Groucho Marx. La verdad es que el señor Feijoo tenía más razón que un santo cuando esta semana proclamaba sus dudas sobre un partido tan volátil, vamos, tan volátil como el dichoso virus. Viendo a la señora Arrimadas discutir en público con su compañero Francisco Igea, me reafirmo en las malas maneras de la política ciudadana que ya habíamos podido visualizar, primero en el Parlament de Catalunya, y ahora en las Cortes españolas. La buena educación política y la señora Arrimadas de momento siguen estando una en Boston, y la otra en California.

Aparcó los virus, los víricos y los electorales, y ojeo un libro que me acaba de llegar gracias a mi amigo y poeta Vicent Berenguer, una de esas personas sabias que es un placer tener en esta ciudad. El volumen se titula Per a tots el públics. L’exhibició cinematográfica a València (1957-1975) del profesor de historia Àlex Gutiérrez Taengua. Está editado por la Institució Alfons el Magnànim, y como se suele decir, era un trabajo de investigación, la exhibición cinematográfica en València, que estaba pidiendo a gritos que alguien le hincara el diente. Y a la vista de lo que he ojeado, estamos ante un estudio muy concienzudo y detallado sobre un intenso periodo de la vida social de la ciudad de València, el que abraza desde el año trágico de la Riada hasta la muerte de Franco en 1975; un periodo de desarrollo, reflejado en las salas de cine, cuando este era el principal entretenimiento de los valencianos. Cines de estreno, cines de barrio, la red de cineclubs, el desembarco de las llamadas salas de arte y ensayo, etc. Como espectador de cine, nuestra memoria sigue guardando el recuerdo de aquellas salas, algunas de ellas inmensas -como describe el estudio- con una capacidad de casi 1.500 personas como el ya desaparecido cine Aliatar en la Avenida del Cid o una sala de estreno, el Martí, con un aforo de 2.000 localidades.

El recuerdo de esas salas, al menos para mí, siempre está unido a determinadas películas, congelando algunas secuencias e imágenes que han conseguido viajar en el tiempo. Recuerdo la visión de un melodrama «fuerte» como Vidas borrascosas en el cine Savoy, con una Lana Turner que en toda la película no se le movía ni un solo pelo de la impecable permanente. O el cartel gigante de la película El mundo de Suzie Wong con William Holden y Nancy Kwan sobre la fachada del Rialto. O el de Días de vino y de rosas, si no me falla la memoria, en el cine Lys. O aquellas ¡tres películas! que programaba el cine Versalles, donde entrabas a las 3’30 y salías a las nueve de la noche.

La vida era el cine. Y una inolvidable sesión en el cine Turia descubriendo Hatari de Howard Hawks. O me sumerjo en una noche de verano, oliendo a jazmín, en la terraza de verano con una Marilyn Monroe en blanco y negro tocando el ukelele en el interior de un tren. O en un pequeño cine-club viendo bailar a Vanessa Redgrave en la película Isadora.

Aquellos cines de barrio, que el libro de Àlex Gutiérrez resucita de nuevo, ya hace mucho tiempo que murieron a manos de la grúa y piqueta inmobiliaria, y convertidos en sucursal bancaria o bloque de viviendas. Serrat, inspirándose en un cuento de Juan Marsé, contó algo de esta triste historia en su canción Los fantasmas del Roxy. No sé si todavía por las entrañas del Capitol, Tirys, Oeste o Goya, ahora transformados en grandes almacenes o supermercados seguirán paseándose los fantasmas de Peter Sellers y la gabardina del inspector Clouseau tras los pasos de un ladrón de guante de blanco como David Niven. O Elsa Martinelli seguirá bañándose con unos pequeños elefantes a ritmo de la música de Henry Mancini. Aquella geografía urbana, mágica e irrepetible, que te hacía viajar todas las semanas, de Versalles a Jerusalén.

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