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¿Qué queda de los liberales?

Si hablamos de liberalismo conviene aclarar el ámbito al que nos referimos, pues como nos advierte hasta la misma Wikipedia, se trata de un vocablo polisémico, es decir, que se puede referir a muchas cosas. Así que ciñámonos a la expresión en su significado más político, y sus derivaciones económicas, sin prestar atención al componente moral que también contiene.

Y acotemos todavía más la cuestión para referirnos, de modo más específico, a las circunstancias españolas en torno a la mencionada palabra. Aludimos, por lo tanto, a los liberales españoles, que poco han tenido que ver con las tradiciones liberales anglosajonas, como bien nos señala Isaiah Berlin, posiblemente el pensador liberal más sagaz y erudito de cuantos ha procurado la tradición británica contemporánea, que no son pocos.

En cualquier caso, partamos de aquellas Cortes de Cádiz que promulgaron en 1812 la llamada constitución liberal española, la Pepa, como el momento fundacional del liberalismo político en nuestro país. Aquellos diputados «gaditanos» venían de ganar una guerra al invasor francés del que, sin embargo, trataron de asimilar su jacobinismo, de tal suerte que al mismo tiempo que crearon el nacionalismo español -desarticulado hasta entonces- se propusieron dar un salto modernizador tomando como referencias los aires revolucionarios franceses que habían soplado apenas unos veinte años atrás desde La Bastilla.

Ya entonces, en nuestro país se llamó liberales a lo que hoy consideraríamos la izquierda, dividida también entre los dulcificados socialdemócratas y los más radicales, mientras que los moderados del siglo XIX, seguidores del pensamiento ilustrado de Jovellanos, tan influido por el positivismo de David Hume, representarían a día de hoy posiciones que consideraríamos centristas, las cuales también han estado sometidas a oscilaciones políticas, en ocasiones tormentosas, en función de sus relaciones y alianzas a un costado -con el vecindario conservador- u otro -con el galimatías de la izquierda-. Nada nuevo.

La tercera piedra angular del régimen parlamentario de aquel momento y de tan corta vida, lo representaban los llamados conservadores, la derecha tan característicamente española, defensora del tradicionalismo y del status quo heredado del pasado. De influencias menos ilustradas y de corte ultramontano; más de rosarios que de libros.

Con la restauración democrática actual, la del régimen constitucional de 1978, aquel espacio liberal de carácter centrista fue engullido en pocos años y el papel bisagra moderador fue ocupado por los nacionalistas, tanto catalanes como vascos, más democristianos que liberales, todo hay que decirlo. Los liberales del 78 terminaron diluyéndose entre los conservadores y los socialdemócratas una vez más, dando paso al bipartidismo que nos ha gobernado las cuatro últimas décadas.

Pero cuando la cabra nacionalista catalana se echó al monte del independentismo, aquel espacio moderador volvió a quedar huérfano. De ahí surgió el que fue en sus comienzos un corajudo movimiento político de naturaleza muy civil, Ciudadanos, que como decía su joven líder en los inicios, se partían la cara frente al pensamiento único catalanista que había ocupado la práctica totalidad del movimiento político en Cataluña.

Aquellos Ciudadanos se debaten, repitiendo la historia, camino de la insignificancia política por la falta de pericia de su líder, ese bisoño Albert Rivera que finalmente se autoinmoló en los altares de sus propios errores estratégicos. Los herederos, inexplicablemente, persisten en antiguos patinazos. Emplean la voz parlamentaria de modo altisonante, analizan con trazo grueso y no sabemos muy bien qué país posible proponen.

Conocemos más sus adjetivos descalificadores que sus programas. Y es tal la contumacia de su estrategia política que al convenir su alianza política con el diezmado Partido Popular, en vez de obtener el favor del ala más abierta de los conservadores han provocado justo lo contrario. De ese modo, PP+Cs se confunde con una marca radicalizada más que moderantista, que ha expulsado a los liberales del PP hacia el ostracismo y perpetúa entre Ciudadanos a los más intransigentes, a cuyo frente Inés Arrimadas parece reconvenida en una especia de Agustina de Aragón del postriverismo inflamable.

Nuevamente, el espacio del equilibrio político en nuestro país queda vacío, a ocupar por la fuerza hegemónica de cada momento y no como factor para la cogeneración de leyes sensatas, de amplias mayorías sociales y que actúen como contrapesos estabilizadores.

Lo que ha ocurrido va contra cualquier pensamiento liberal: se ha arrojado al PSOE socialdemócrata en brazos de los elementos más inestables del arco parlamentario y se ha dado oxígeno a los discursos más dantescos de la derecha extrema y del neoaznarismo del pasado.

Los liberales, diezmados, partidarios a día de hoy del libre mercado en lo económico pero de su reajuste social, de amplias libertades personales y políticas -más que de las naciones-, de la ironía y el relativismo y no del apocalipsis y el credo, hoy, de nuevo, buscan, como zombis, a quienes puedan representar sus anhelos e ideales. Y para quienes debe seguir vigente la máxima de otro ilustre liberal, Karl Popper: «Yo puedo estar equivocado y tú puedes tener razón, pero mediante el esfuerzo, podemos acercarnos a la verdad»: (…) by an effort, we may get nearer to the truth.

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