Me pasa como a todos: hay cosas de las que no me acuerdo y cosas de las que no puedo olvidarme. Así, por ejemplo, hay muchos libros que he leído y de los que no recuerdo nada (ni el título, ni el autor, ni dónde están) y otros muchos que no he leído y de los que, sin embargo, recuerdo perfectamente el título, el autor, y de qué van, además del sitio donde los tengo y donde, por así decirlo, me esperan acusadores. Hay, pues, dos fuerzas de la voluntad en lucha fratricida, la del querer recordar y la del no poder olvidar.

Les cuento esto porque «lo normal», digo yo, es que ahora mismo y en presente continuo uno tuviera en la cabeza el coronavirus, o la mesa de diálogo, o el fasciocomunismo de Iturgaiz o los bajos alborotados de Domingo. Pues no: en un proceso diarréico, por aquí me entran y por allí me salen, sin dejar nada, quiero decir sustancia, que quiere decir provecho retenido. Sin embargo, y por el contrario, no puedo olvidar una simple pregunta simple que leí en este diario. «¿De quién es el jardín del Turia?», se preguntaban en un ejemplar de hace un par de semanas. Allí se decía que Baldoví, conforme a los crónicas y a la todavía reciente memoria colectiva, defendía que la transformación del viejo cauce en frondoso jardín fue obra de la izquierda, mientras que los desmemoriados del partido de Iturgaiz le atribuían el mérito a Rita Barberá, que alguna virtud tendría, pero no esa. La verdad es que el jardín del Turia es de todos los valencianos, que lo pagaron y lo disfrutan, y que la iniciativa surgió de la ciudadanía de izquierdas, para gozo y jolgorio del vecindario.

Al hilo de esta atribución de méritos o autoría, me viene a la cabeza lo que Amadeu Fabregat llamaría «flaques plaques flipen poc», es decir, esa puta manía de algunos políticos por dejar largo recuerdo en la memoria de las posteridad inscribiendo su nombre en una placa de mármol, los epigráficos, o metacrilato, los más fungibles posmodernos. Así, te encuentras salpicando el territorio un cementerio de placas recordándonos que allí estuvo Rus, o reinaba Zaplana, o lo bendijo el cardenal, estando el bendito Camps presente. Algunos políticos tienen el «síndrome del vacío que dejarán». Se trata de un síndrome asociado al spray y a la navaja del que quiere dejar constancia («Martín was here») en las letrinas y que puede padecer desde un alcalde a un presidente de la diputación, por no citar a Aquiles y Alejandro, porque éstos dejaron huella y aquéllos quieren dejar placa.

Menos mal, frente a tanta tontería y cuchipanda, que siempre nos quedará la gente de Onda (alcaldesa incluida). Inauguraron nuevas instalaciones deportivas y fueron las chicas del club las que destaparon la placa que reza: «El poble d'Onda obri les portes del Pavelló de Gimnàstica». ¿De quién es el pabellón?