Entiendo que la razón debe constituirse en la herramienta sobre la que fundamentar la evidencia. Así, no puedo sino respetar el pensamiento y la posición que adoptan los antitaurinos, porque los toros mueren en la plaza con evidente sufrimiento, durante el desarrollo de un espectáculo. Y, asimismo, como lo siente la inmensa mayoría, estimo que, en el seno de una sociedad democrática, la libre expresión por cualquier medio pacífico debe asumirse y entenderse como un enriquecimiento positivo.

Sin embargo, juzgo, también, que el ser humano, además de los preceptos autoimpuestos por el derecho natural, tiende a socializarse a través de normas surgidas desde sus propias convenciones, cuyo disfrute consuetudinario forma una parte de lo que entendemos como usos y costumbres; elementos que determinan, incluso, una buena porción de lo que denominamos «leyes». Y, es en ese terreno amplio, donde habitan aspectos tan importantes como las tradiciones y las creencias, es decir, la inmensa mayoría de los elementos culturales, incluidas las propias religiones, los significantes identitarios, o los imaginarios. Ese acervo contradictorio que nos permite «estar en» un determinado espacio.

A mi juicio, el ámbito en el que se dilucida el universo taurino corresponde a lo apuntado, y es desde la convención, donde el connoisseur es capaz de percibir unos valores, entretanto, desde la pura razón, parece inevitable decantarse por otros. Tal vez por eso el debate no adquiere puntos de confluencia, habida cuenta de que la acumulación de datos económicos o, incluso, medioambientales, no tienen capacidad de superar el hecho objetivo apuntado en un principio.

En el ámbito de la cultura -que, a mi juicio, es el propio- el debate entre los elementos adoptados entre las convenciones y los desarrollados desde los principios de la razón, tienen una tradición enorme, hasta el punto, de que entretanto unos fueron superados, otros, se prolongaron en el tiempo. Mientras durante el primer Renacimiento una importante cuestión era la legitimidad del hombre para poder «crear» (un privilegio que formaba parte de los atributos de Dios), a lo largo del siglo XVIII, el gran asunto fue la reflexión acerca de la belleza y de la configuración del gusto. ¿Dependía lo bello de una condición intrínseca de las cosas, o de la experiencia previa del observador? ¿El buen gusto, era una condición natural, o algo que podía ser adquirido? Reflexiones accesorias cuando en la teoría moderna, se incluyó, además, la originalidad como valor.

Es, a mediados del pasado siglo, cuando se despliega un nuevo debate cultural sumamente relevante: la extensión general de una conciencia sobre la Naturaleza, entendida como un hábitat vulnerable, en cuyo seno se ha propiciado la consideración de los animales como elementos valiosos, dejando a un lado las leyes implacables de la selección natural y de la supervivencia, para insistir en la responsabilidad del ser humano, acerca, tanto de su existencia, como de su bienestar y el de su entorno. A este encuentro positivo han contribuido, tanto el universo científico, como la difusión tecnológica, (sin obviar la impregnación popular de los dibujos animados de Walt Disney, humanizando la actitud de todos los seres vivos). Sin embargo, ante ese espacio objetivo, como en otros casos se refleja, pervive la naturaleza de las convenciones. De tal suerte, que en vez de propuestas semejantes, se varían según la atribución concedida a los ritos y a las tradiciones. Así, como es bien conocido, hay prácticas de saltos ecuestres y de doma clásica, -ambas con jinete-, admitidas universalmente como deportes olímpicos; entretanto existen, también, otros tipos de desafíos: carreras o enganches, en los que los animales son obligados a sometimientos y a ejercicios máximos que no les son naturales, mientras, paralelamente, consideramos prohibitiva otra distinta doma, si se nos muestra en los circos. Además, poseemos hábitos alimenticios que incluyen aves enjauladas durante toda una (corta) existencia, o moluscos vivos (con concha y sistema nervioso), sin reparar en su prolongado estrés desde que salen del hábitat marino, conservando en su interior calcáreo el agua que les es imprescindible para sobrevivir. Lo que podemos extender a otras culturas de este tiempo.

En ese mundo complejo y, contradictorio, a veces; sabemos que el toro de lidia es una animal impresionante, semisalvaje y fiero, que alcanza los cuatro años. Y, asimismo, que existe por obra y gracia de las convenciones culturales. De no haberlas mantenido, hubiese desaparecido como subespecie, no pudiendo superar en la dehesa la vida de buena parte de sus otros hermanos bóvidos. En el seno de la convención taurina, se le exige la bravura como un elemento nuclear en su valoración, y la resistencia al dolor y al sacrificio. Por eso la tauromaquia no es una resolución estética, donde la compostura y el hábito son las justificaciones últimas (como ocurre en el ballet o en la gimnasia), sino un reto sobre el dominio, con unas reglas -ciertamente desiguales-, pero solo en cierta parte, de ahí el riesgo que comporta y la emoción que trasluce.

Así, en el envite, el observador no es el sujeto importante, porque lo es, el matador. Un hombre cuyo valor es el control de su miedo. Algo que cada ser humano gestiona a su manera y como puede, y que él necesita regular día a día, aunque no esté en la plaza, porque es el único camino que tiene para seguir y progresar; pero sobre del que no suele hablar y del que se escribe poco. Si todo fuese distinto, la lidia, en vez de ser una experiencia entre el dominio, el temor, la armonía y la muerte, sería una representación de danza. Y todos lo harían muy bien, aunque no fuese a verlos nadie, porque dar una verónica sin toro, debe ser mucho más fácil que bailar El lago de los cisnes.