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A vuelapluma

Alfons Garcia

Mi generación y el 8M

Soy de esa generación que creció subiéndose a los árboles, un rasgo de conexión con nuestro yo más primitivo que nos enseñó también que la realidad se ve mejor con cierta perspectiva. Esa generación que aprendió a jugar (a fútbol y a lo que fuera) en campos de huerta en barbecho y que la sed la saciaba con naranjas robadas al árbol. Tardarían en llegar las instalaciones deportivas. Sostengo la convicción personal de que esa carencia (y los dineros caídos de la UE y la burbuja urbanística) nos convirtió después en fanáticos constructores de edificios públicos, cuanto más sobresalientes mejor, para competir con el pueblo de al lado.

Soy de esa generación para la que las latas de refresco fueron en la infancia un descubrimiento tecnológico, que la mayoría observábamos con (insana) envidia. Soy de aquellos que pasaron por la experiencia del vino quinado para abrir el apetito. Capaces de pasar una tarde en un parque o sobre un bordillo con una bolsa de pipas. De los que vieron esnifar cola de carpintero en calles sin asfaltar antes de aprender a fumar celtas cortos.

Soy de esa generación que creció pensando que solo existían calcetines blancos («escayolas» los llama González Pons) y que de mayor los desterró de la faz de la tierra en un gesto que creo que tiene bastante de rechazo de lo que fuimos. Horteras y pueblerinos. Un poco más que ahora, a lo mejor, porque de todo se aprende. Aunque igual de acomplejados, buscando puntos de comparación mas que de apoyo. En eso no hemos cambiado demasiado.

Soy de esa generación que aprendió a amar los libros a través de amarillentas novelas de ciencia ficción que alquilaban los quioscos por diez pesetas (no pienso traducirlo a euros). Quizá por eso abunda entre nosotros una irresistible tendencia a filosofar (la ciencia ficción es el género literario más propicio para las preguntas existenciales) y a desconfiar de las apariencias y los discursos oficiales para caer, en cambio, en realidades paralelas. Lo digo por el coronavirus. Me apunto a la doctrina del último gurú del fútbol, el apasionado Jurgen Klopp, cuando le preguntaron por el gran tema: «Yo llevo una gorra de béisbol y voy mal afeitado… Mi opinión no es importante».

Soy de esa generación que no supo de la guerra civil en el colegio y que lo más cerca que estuvo de la diversidad racial fue por los sobres con los donativos del Domund. Quizá por ello, y a pesar de ver la emigración de cerca, digerimos ahora con tanta facilidad los portazos y el maltrato político a todos los pobres de distintos colores que intentan pasar la frontera europea.

Soy de esa generación que siempre va mirando por el retrovisor, buscando paraísos perdidos, desorientados por la desdicha de nunca darnos cuenta de la felicidad cuando la tocamos. Soy de cuando no existían sinergias ni telebasura, ni más autoayuda que una canción de Antonio Vega. De cuando parecía que la política era algo más noble que encender una hoguera judicial para enmascarar decisiones administrativas incendiarias (pienso en el final del caso Palau y Helga Schmidt).

Soy de esa generación que creció viendo cómo la madre limpiaba y hacía la colada, aunque trabajara fuera, y las hermanas recogían la mesa. Una generación de peterpanes que tuvo que adaptarse después a marchas forzadas a unas relaciones teóricamente igualitarias y perdió en muchas ocasiones esa batalla interna. Una generación que ha vivido con miedo el concepto de igualdad. Los días más optimistas pienso que la violencia sexista es fruto de ese choque de culturas. Los días pesimistas, cuando los agresores son chicos jóvenes, pienso que el machismo es un rasgo tan arraigado en nuestras neuronas que se necesitarán siglos para superarlo. No tantos como aquellos durante los que ha ido colonizando nuestra conducta. Ni un paso atrás. Ni hoy, ni mañana.

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