Andamos ansiosos de lecciones y con inquietud nos interrogamos sobre los acontecimientos del día para extraer alguna. Perplejos, incluso nos contentaríamos con algunas señales. Y sin embargo, no tenemos que buscar mucho. Aquí estamos, de nuevo, redescubriendo una y otra vez la verdad más antigua, la que nos hizo seres humanos hace más de dos millones de años. Esa verdad nos trae el peso amenazante de la omnipotencia de lo real. Lo he visto al trasluz esta tarde de domingo. Mientras contemplo por los ventanales la plácida tarde, no puedo dejar de pensar que, tras el cielo limpio y la atmósfera clara y transparente, como traído por los rumores continuos de los noticieros, se esconde lo numinoso, ese poder anónimo superior que nos recuerda que nuestra existencia es improbable, un milagro casi inverosímil de orden.

Es una experiencia siniestra, desde luego, pero no sé por qué no me ha inquietado. Veo ahí afuera un mundo colonizado, humanizado, a nuestra medida, y sin embargo, también lo presiento poblado de agentes arcaicos, primigenios, mínimos, invisibles, de aquéllos que debieron poblar las simas oceánicas hace unos tres mil millones de años, y que por fin han escapado de la sangre viscosa de mamíferos imperfectos, antiguos, nocturnos, de aquellos animales que debieron poco a poco desplegarse tras el vacío dejado por los dinosaurios y que, liberados, se lanzan ansiosos a conquistar al humano conquistador de la Tierra. Al parecer, es probable que el covid-19 proceda de un murciélago, uno de aquellos seres ciegos que lograron sobrevivir en medio de la noche polar en que yacía la Tierra tras la persistente nube de polvo que produjo aquel fatídico meteorito. Ahora busca expandirse a través de un ser más evolucionado como el humano, para desplegarse en otros soportes orgánicos más complejos, como si él también quisiera gozar de la vida acumulada de gran depredador.

De nuevo, pues, el ser humano es el cazado, no el cazador; y de nuevo regresan las amargas verdades que quizá deseamos olvidar con todo tipo de subterfugios y de huidas hacia delante, dirigidos por la omnipotencia del deseo. Un hombre devora un murciélago a veinte mil millas de distancia y de repente olvidamos todos esos pensamientos del superhombre, del transhumanismo, o del ser humano como la casa del Ser. Con un poco de la sensibilidad de Jorge Manrique nos preguntamos dónde quedó todo aquello del capital humano, del homo economicus, del valor absoluto de la economía. Lo que nos decimos para calmar el aburrimiento que nos produce una adaptación demasiado lograda, se viene abajo en un instante, tan pronto nos damos cuenta de que esa adaptación nunca es del todo estable y que en cualquier recodo nos espera el regreso a la situación originaria de indefensión. Y así, de repente, Pence, el vicepresidente de los EEUU, quien se supone que tiene en sus manos todos los resortes acumulados por nuestra civilización, con todo su arsenal científico-técnico, no tiene otro consuelo para nuestra impotencia que proponernos rezar.

Cuando esta experiencia pase, ¿cómo logrará convencernos de que llevaba entre manos algo relevante, de que manejaba algo de poder? Estamos como al principio, humillados por la realidad, y apenas nos ponemos en pie mentalmente para otear algo un poco más allá que nos oriente. No tiene que venir un poderoso a decirnos que sólo nos queda rezar. Es nuestro trabajo rehabilitar el consuelo del mito, pero eso pasa por decirle que deje de fingir.

Que nos haya conmovido el problema del coronavirus al menos ha puesto de manifiesto esto: que sólo nos contentamos con algo que sea significativo para la humanidad entera. Ninguna lección, pregunta o señal que sirva para algunos, para una localidad, para una nación. ¿Qué significa ahora eso de Make Great America again? ¿De verdad la hará grande Trump con ese mix de rezos y de pruebas del coronavirus a mil dólares por barba? ¿En qué galaxia se refugiarán esos millonarios para no contaminarse? ¿Se congelarán voluntariamente para reemerger cuando todo haya pasado? Aquí no sólo vemos que la retórica de la ciencia es persuasiva en entornos muy estabilizados, sino también que las soluciones utópicas que nos ofrece la ciencia sólo son significativas para los que vendrán. La ciencia siempre llegará demasiado tarde para los humanos corrientes. Las gangas bursátiles que ofrecen los más nerviosos, ¿a quiénes aprovecharán cuando los que multipliquen sus fortunas no puedan fiarse de su chófer o de su sirviente? ¿Queremos una lección? Nadie podrá separarnos de lo común básico de la vida ni podrá hacer de la vida una realidad ajena por completo a la amenaza de la entropía. La conciencia de la fragilidad de la vida, eso es lo que compartimos.

El mismo miedo nos une, desde luego, porque nos une la misma conciencia de fragilidad. Un mundo que basa toda su legitimidad en la autonomía de movimientos infinitos, parece que no puede consentir la parálisis, el bloqueo, la detención. Y sin embargo, de repente, la continuidad de la vida en nosotros parece que nos exige que lo hagamos, recordándonos que toda legitimidad está atravesada por su problematicidad. Podríamos haber llegado a esa conclusión comprendiendo que estábamos forzando las cosas, sorteando todas las líneas rojas, acumulando en ingentes ciudades diferentes tiempos, con hábitos inmemoriales unos, recién llegados de las aldeas perdidas en el tiempo, y con hábitos ultramodernos otros, ya ciudadanos de ningún sitio, y todo en el curso de una generación. La certeza de que este camino no lleva a sitio alguno, ni tiene meta clara para la humanidad como especie, sin embargo, no ha venido de la inteligencia. La ha impuesto con su fuerza primaria la estructura más arcaica de la vida.

Y ahora, cuando como en una nueva Babel una orden superior nos impone separarnos los unos de los otros y aislarnos, ¿qué tal si aprovecháramos la ocasión para apreciar la señal, la lección, o la pregunta al menos? ¿Si aprovecháramos la ocasión para quedarnos mentalmente en casa, dos semanas, sin tener nada por seguro, en una cuarentena general? No para abreviar el tiempo para volver al viejo frenesí, sepultando en el olvido la experiencia, sino para reconocer que estamos rozando los umbrales de lo biológicamente viable, de lo socialmente ordenable, de lo personalmente sostenible. Un alto en el camino y una reflexión, eso podría ser útil. Y preguntarnos si podemos seguir en los procesos en los que estamos embarcados. Esos procesos tienen un nombre general: acumulación indefinida. Ahora también comprendemos que hemos ido acumulando malestar en la misma proporción y quizá debiéramos comenzar a compensar esto. Nos hemos embarrancado en minucias, en cuestiones que vienen determinadas por acciones y reacciones propias de nuestra insignificancia, en una agenda que no controlamos, de la que hay demasiadas evidencias de que nos gustaría escapar, ponerla a cero, volver a empezar. Un momento de sinceridad podría fácilmente sugerirnos que estamos cansados de no saber adónde vamos de verdad, de carecer de un fin.

Estamos cansados de procesos acumulativos inacabables, sea lo que sea esto que acumulemos. Capital, acciones, méritos, poder, influencia, reconocimiento, tensiones… Ponerlo todo en cuarentena y ser capaces de sobrevivir en soledad dos semanas. Kant dijo una vez que lo más educativo para el escolar era dejarlo media hora sin hacer nada, en silencio, haciéndole descubrir el poder de su interioridad. Hacer lo mismo en la vida adulta, para descubrir el poder de hacerse preguntas. Quizá sea el momento y quizá sea esa la función de este shock. ¿Y si salvaguardar la comunidad de la vida exigiera no acumular, sino precisamente gastar la riqueza acumulada en la investigación, en la protección general? ¿Y si este tipo de experiencias dramáticas nos diera la señal de que no hay posibilidad de salvarse solos? ¿Y si dejamos de pensar el sistema productivo al servicio de su propia acumulación indefinida y lo encaminamos a objetivos sociales equilibrados y lo pensamos capaz de aceptar sus propios límites?