Con un titular como el que he elegido y siendo como somos esclavos de la era coronavirus, con su histeria colectiva y su canesú, parecería que lo que voy a atacar por no dejarnos tomar aliento entre positivo y positivo sería ese minúsculo bichito que, como casi toda la producción mundial, ha llegado desde el lejano gigante comercial asiático en que se ha convertido la China actual. Pero no, nada más lejos de mi intención. Y, desde luego, de mi preocupación. Por vergüenza, más que por desgracia (la primera sí transpira intencionalidad humana; la segunda proviene más de ese infortunio azaroso difícil de evitar que del dolo de los sapiens), hablo, una vez más, de la violencia que los hombres (algunos) ejercen sobre las mujeres por el 'pecado universal' de serlo. Una pandemia bastante más letal que la del Covid-19, como se obstinan en recordarnos las inabarcables cifras del feminicidio en el mundo, pero que aún así, cosas de la costumbre, no genera ni el rechazo ni el terror social que ha logrado el microbio. Y decía que ni un día de tregua porque el monstruo que habita bajo la piel de los acólitos del machismo y que cada vez atraviesa antes la pared para arrancar vidas con sus zarpas ni siquiera nos ha dado un respiro el 8 de marzo. Ni tan siquiera se nos ha permitido festejar, a las mujeres y a los hombres que sí creemos en la igualdad, con la alegría merecida ese día. Un día, que ¡ojo!, es de reivindicación y no de celebración, porque nada hay que celebrar mientras los rincones de las ciudades y de los pueblos sigan sembrados de vidas robadas; de asesinadas y mutiladas; de hijos e hijas condenados a la orfandad; de dolor, pánico, vejación, humillación y menosprecio. Aún a sabiendas de que no hay maldad, solo desorientación, quiero recordar aquí que no se felicita a una mujer en el día que Naciones Unidas le ha asignado a ese género como no felicitamos a cualquier trabajador el 1 de mayo. No son hojas del santoral; son conmemoriaciones de hechos sangrientos (146 muertos -123 mujeres y 23 hombres- en el incendio de una fábrica en Nueva York en 1911 y el acribillamiento de los Mártires de Chicago en 1886) y simbolizan una lucha cuyo final aún está lejos.

Cuando aún resonaban los cánticos reivindicativos que, un año más, han teñido de morado las calles de València (y de cientos de ciudades a lo largo y ancho del mundo), llegaba un nuevo mazazo: el asesinato de una mujer a manos de su pareja, esta vez, en Villanueva de Castellón. Y una vez más, porque ella quiso romper con su verdugo, porque no pudo denunciarle porque le temía (con razón), porque nadie intervino ni lo paró cuando pudo hacerlo... No, no hay nada que celebrar.