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A vuelapluma

Alfons Garcia

Amago de apocalipsis

Sí, yo también estoy con esa extraña sensación de apocalipsis en el estómago. El mundo de hace una semana parece extinguirse y todo se acelera tanto que hasta el aplazamiento de las Fallas parece ya lejano: buscada una solución a las 20 horas, asunto amortizado; dos días después, ya no mereció ni una pregunta en la comparecencia del president de la Generalitat y varios consellers. El ritmo al que devoramos medidas y noticias es frenético. Un suma y sigue sin final a la vista. La pregunta que creo que nos asalta a muchos es si es necesario llegar a tanto para una gripe. Pero una gripe sin vacuna ni tratamiento, peligrosa por tanto para grupos de riesgo. La misión del Estado, en una sociedad ideal, es ponerse del lado de los débiles: proteger a los vulnerables, mayores y enfermos crónicos, frente a un virus potencialmente letal para ellos. Un virus del que continuamos sin saber su principio y su fin.

Uno sabe que se ha hecho mayor cuando un día el mundo se gira, los papeles se cambian y se ve reprendiendo a los padres para que sean prudentes. Al Estado le corresponde en estos momentos asumir ese rol e ir por delante de la sociedad, no esperar a la presión civil, como suele ser habitual. Por atención, básicamente, hacia los más desprotegidos.

Se hace difícil imaginar dónde estaremos dentro de dos semanas. Que alguien se pare a mirar qué hacíamos, decíamos y publicábamos hace quince días. Creo que nos avergonzaría. Expertos y responsables de la Administración aseguran una explosión de casos en los próximos días. Cuestión de aritmética epidemiológica. Las extremas medidas de contención adoptadas ahora (queda margen para más) quizá se deberían haber tomado antes, pero el ser humano necesita comprobar el peligro antes de asumir precauciones. Quién sabe si las consecuencias negativas que conllevan van a ser reparables. Si esto nos dejará una marca perdurable.

Muchos se la van a jugar en estas semanas. De momento, la UE ha demostrado ser un proyecto en vías de fracaso. Los países están actuando por su cuenta y riesgo, mirándose de reojo unos a otros. No todo es cuestión de dinero de Bruselas. A Europa se le están viendo las costuras.

Si nos abocamos a un periodo de aislamiento y paralización de casi todo para contener la expansión del virus y evitar un colapso sanitario (el gran temor), los que están yendo ya al paro, los que tienen nada, o menos que nada, son los que más van a sufrir. Sin red ni colchón se vive peor. El débil sistema de protección social se la juega estos días. También el Estado de las autonomías, que habrá que ver cómo queda sometido al estado de alarma, y la oposición política están sometidos a prueba. La propia ciudadanía tiene delante un examen de madurez.

Por ahora, ha surgido un fervor por encontrar villanos. Pero las grandes películas y novelas son aquellas en las que es difícil separar a buenos y malos, como en la vida. Señalar sin recato a la población de Madrid es una forma también de eludir la responsabilidad propia, la de todos los que hemos seguido con nuestra vida normal, viendo a padres, amigos, yendo a nuestras segundas residencias y llenando supermercados sin pensar si podemos ser nosotros los contagiadores. Nos vestimos antes con el papel de víctimas que con el de responsables.

Es una deformación personal: ver la vida como una novela. Salí el otro día de casa y encontré llorando en la calle a un vecino anónimo. Una mañana lo ves con la mirada perdida, después siempre al lado de su mujer, luego de la mano de ella. Siempre sereno. Hasta ahora. Roto por el mal cruel del alzhéimer. Si la vida fuera una novela, diría que fue una señal de lo que nos está pasando. Me oprime el estómago no saber el final.

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