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Julio Monreal

#Quenoquedenadieatrás

Roman duerme cada noche en la antesala de una oficina bancaria de Benicalap, junto al cajero automático. Rodeado de mantas y cartones, muestra sus pies desnudos al cliente tanto en verano como en invierno. Y estos días bromea con los usuarios con los que ha cogido confianza sobre el llamamiento a quedarse en casa para controlar la propagación del coronavirus. Hace vida al aire libre hasta que cae la noche, momento en el que se refugia en su habitáculo. Pero el decreto ley de alarma expone a Roman a una multa si permanece en la calle, sin recogerse. El problema es que no tiene casa.

La propagación de la pandemia ha empezado a someter a la sociedad, a todas las sociedades, a una serie de pruebas de muy difícil superación. Es evidente que la salud es el bien más preciado, que sin él no hay nada, y que el objetivo prioritario de quienes tienen la responsabilidad de liderar a la ciudadanía en estos momentos ha de ser la contención de la enfermedad y la atención a las personas infectadas.

Dicho esto, hay que añadir que los gobernantes no son los únicos que tienen un papel protagonista en esta crisis. Instituciones, entidades, organizaciones sociales, empresas, sindicatos e individuos han de hacer frente también al reto titánico de contribuir al restablecimiento de la normalidad, siguiendo las indicaciones que los científicos reconocidos han dado para afrontar esta crisis, y que bien podrían resumirse en la frase del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez: «El heroísmo consiste también en lavarse las manos». Y quien dice lavarse las manos añade quedarse en casa o mantener la llamada «distancia social» en metro y medio.

El reto en materia sanitaria es inmenso, y de ello da buena prueba el hecho de que el escenario de la suspensión de las Fallas y la Magdalena, decidida responsablemente por el presidente Ximo Puig , era temido como si el mundo fuera a desaparecer, pero se ha diluido en pocos días en medio del seísmo de Covid 19 como un azucarillo en un café muy caliente, dejando claro una vez más que las sacudidas que ponen en riesgo la salud son las que permiten apreciar las cosas que de verdad importan. Y siendo esto evidente, no lo es menos que el órdago del coronavirus viene acompañado de un terremoto económico difícil que prever hace solo unos días. De repente, resulta necesario paralizar prácticamente toda la sociedad para plantar cara a la pandemia, y ese parón va a cobrarse muchas más víctimas que el virus mismo.

Álvaro caminaba noqueado este viernes entre la cocina y las mesas del bar que regenta junto a su madre y sus hermanos en València. Se acababa de enterar de que su negocio, como otros 35.000 establecimientos hosteleros de la Comunitat Valenciana, tenía que cerrar a medianoche. «¿Y qué hago con los empleados? ¿Y con lo que tengo comprado para el comedor?» Solo en bares y restaurantes, las listas del paro van a engordar este mes en miles de personas que hace un mes ni sospechaban que su vida iba a dar un vuelco. La ventana de esperanza está abierta en el decreto de alarma para quienes puedan adaptarse a servir comidas a domicilio, porque decenas de miles de valencianos que a diario comen o cenan fuera de sus casas continuarán requiriendo sus servicios en cierta medida. La transformación digital y de movilidad será clave para el mantenimiento de los negocios y los empleos, aunque sea al ralentí, hasta que pase la crisis.

Una de las expresiones más repetidas por los responsables de los gobiernos progresistas de España y la Comunitat Valenciana es la de buscar el progreso de la sociedad «sin dejar a nadie atrás», velando en todo momento por las personas y los colectivos más desfavorecidos. Y esta crisis del coronavirus va a requerir muchos esfuerzos sanitarios y muchos sacrificios económicos, sociales y personales. Una vez más, y con una crudeza inusitada e inesperada, se va a poner a prueba la solidez del Estado del bienestar en lo que afecta a la atención a enfermos y ancianos, a una población con miedo, a unas empresas debilitadas y con serios problemas para asegurar las cadenas de suministros y el acceso a los clientes, y a un gran número de trabajadores de diferentes colectivos afectados por cierres o restricciones, que van a pasar a depender de subsidios públicos en virtud de expedientes de regulación de empleo ya sean temporales o permanentes.

Llega la hora del Estado protector, el que asegura que va a poner todos sus recursos a disposición de la lucha contra el coronavirus y sus consecuencias. Por fortuna, los gobernantes de la Unión Europea, España y la Comunitat Valenciana, concernidos todos en esta tarea común, no son Donald Trump, que se toma todo a broma y se empeña en fiar a los vaivenes del mercado el presente y el futuro de sus administrados. Aquí toca eliminar todo lo supérfluo y hacer realidad lo de avanzar sin dejar a nadie atrás.

Domingo ya está en su casa, y en el paro. Conducía un bus turístic en València, pero ya no hay turistas que pasear y su empresa de autobuses tampoco tiene ya escolares que transportar a sus colegios, todos cerrados, como los comedores colectivos, las universidades y tantas y tantas actividades. Solo queda esperar y confiar en que el paraguas social de Estado aguante el paso del ciclón coronavírico. Y pensar en que por negro que se vea el horizonte habrá un día en que la pandemia se detenga y el sol vuelva a brillar. La crisis pasará, como pasó la de 2008 (aunque no para todos), y la sociedad habrá cambiado. Seguro que será más fuerte, y solidaria, y el teletrabajo habrá dado el paso de gigante que siempre se le ha resistido. Pero no es la panacea. La realidad es más compleja. Para empezar, ni Roman, ni Álvaro ni Domingo pueden teletrabajar en sus actividades. Que no se queden atrás.

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