En todos mis años de vida, y son ya muchos, nunca me había enfrentado a ninguna situación tan grave como la que está atravesando ahora el planeta. Una crisis de la que aún no podemos atisbar el final y que amenaza con acabar no solo con la vida de muchos sino con nuestros trabajos, con nuestras empresas y con nuestro bienestar.

Mi generación se ha criado entre cierta abundancia y también la de nuestros hijos, que han podido acceder a una sanidad y a una educación gratuitas y de calidad. Escuchábamos hablar a nuestros abuelos y a nuestros padres de los horrores de la guerra y del hambre de la posguerra un poco como quien oye llover, como hacían todos cuando el entrañable abuelo Cebolleta del TBO intentaba compartir sus batallitas.

Hemos vivido hasta ahora con cierto desahogo, unos más que otros, preocupados por problemas del primer mundo que muchas veces carecen de importancia. Ha tenido que llegar un virus microscópico y desconocido para que los cimientos de nuestra vida se tambaleen y nos demos cuenta de que esta es la guerra que nos toca librar. El confinamiento sirve para protegernos a nosotros y a nuestro extraordinario sistema sanitario, pero no de nuestros pensamientos que, con tanto tiempo para pensar, nos llenan de angustia. Mantengámonos ocupados y en contacto virtual, si no queremos que la pandemia del coronavirus afecte también a nuestra salud mental.