Estoy en el interior del parking del supermercado. Los parkings siempre tienen algo de siniestro o inquietante como hemos visto en muchas peliculas y series. Delante de mí, una cola de personas separadas escrupulosamente por dos metros, aguardan para entrar en el establecimiento. Uno de los cajeros sale cada cierto tiempo y nos da su bendición con un chorrito de gel hidroalcoholico sobre nuestras manos, un gesto que acogemos entre la caridad y la resignación cristiano-occidental.

La espera sirve para compartir impresiones con tus vecinos. Mi inmediato seguidor es un chico, provisto de mascarilla y guantes de látex, un trabajador autónomo de la hostelería que señala el horizonte próximo como el mayor cataclismo que le ha pasado en su vida. Intento poner un poco de optimismo asegurándole que por parte del estado se dispondrán de una serie de medidas económicas para proteger y remediar la crisis (cuando escribo este artículo leo que el gobierno anuncia un plan de medidas).

¡Aleluya! que diría Leonard Cohen. No sé si mis palabras le sirven de ayuda a mi vecino de cola de abastecimiento, igual el pack de cervezas que ha venido a comprar le resultan de mayor utilidad. Después de una larga espera el cajero, el mismo que nos ha purificado durante nuestra estancia, me indica que puedo pasar al interior del supermercado. Me siento como en uno de esos concursos televisivos donde durante un tiempo limitado el concursante tiene que elegir y llevarse un número de productos. ¿Agua? ¿Leche? ¿Fideos de cabello ángel? ¿Papel cocina megarrollo? ¿Brick de caldo casero? ¿Pavo o jamón? Algunos de los estantes del supermercado parecen obra del mago David Copperfield a juzgar por su invisibilidad. La diosa de la fortuna me dirige hacia media docena de huevos ecológicos que han quedado abandonados entre los restos del naufragio y que deposito en el carrito como si fuera el maná que el pueblo prometido recibió en el desierto durante el Éxodo bíblico.

Si alguien me hubiera dicho hace diez días que mi futuro inmediato pasaría por formar parte de una cola de compradores en el interior de un parking para adquirir un pack de seis unidades de agua mineral, seguramente me hubiera tomado el comentario como una exageración, ligereza o más propio de la ficción de algunas de esas series de catástrofes biológicas. Me hago mi “Mea culpa”.

Me cruzo con una vecina a la que logro reconocer a pesar del uniforme escafandra que lleva. Hablamos marcando las distancias como indican las medidas de los tiempos corremos. Trabaja en un hospital. “Aquello parece la NASA” me dice con resignación. Resignación o aceptación, la actitud que parece ser el pan nuestro de cada día. Otro vecino con el que me cruzo que me cuenta que su padre le dice que esto ya lo vivió durante la guerra. Xavi, el fox-terrier que acaba de cumplir año y medio, no sé si como venganza por haberle recortado los paseos diarios, ha hecho picadillo los mandos de la tele. Hay que reconocer que ha hecho un trabajo impecable. Salvo las pilas, todo el resto ha quedado reducido en minúsculas partículas.

Es la hora de ponerme el termómetro, antes me he puesto la almohadilla eléctrica a ver si consigo bajarles un poco los humos a mis dolores cervicales que estos días andan bastante soliviantados. Vuelvo a lavarme las manos. Ya he perdido la cuenta. En la radio escucho los mensajes institucionales con indicaciones para el confinamiento. Miro por la ventana y me veo reflejado en uno de esos cuadros de Edward Hopper con un hombre o una mujer enmarcados en una ventana o el interior de una habitación.

Durante la crisis vírica me entero de la noticia de la renuncia del rey Felipe VI a la herencia o como se llame que le había confeccionado el rey emérito gracias a sus “bisnes” por esos mundos de Dios. Aunque ya hace tiempo que los negocios poco claros del monarca jubilado eran de dominio de público, me llama la atención la “prudencia”, por llamarla de alguna manera, con que los medios españoles en general han tratado la cuestión. Viendo como se informó en su momento, por ejemplo, todo el tema de la familia Pujol, ahora, por el personaje en cuestión- Juan Carlos I- y la institución-la monarquía-, creo que el tema merecía más de una reflexión y editorial.

Mi correo electrónico no para de recibir noticias con informaciones sobre aplazamientos de presentaciones, eventos, actos, exposiciones, etc. Mis amigos me envían por whatsapp listados de peliculas y documentales disponibles en la red para entretener mis horas de reclusión, gesto que agradezco. De momento tengo bastante con algunos de los libros que había dejado su lectura aplazada, entre ellos una selección de artículos del escritor Joseph Roth, Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras, publicado por la editorial Acantilado. Como se suele decir, su lectura resulta de rabiosa actualidad. Las crónicas de Roth son el mejor testimonio de una Europa a la deriva, deslizándose irremediablemente hacia la catástrofe.

Son las ocho de la noche, salgo a pasear con los perros. La última salida. Desde los balcones y ventanas escuchamos los aplausos que cada día se realizan a todos esos hombres y mujeres que estos días desde la sanidad pública- también lo podríamos extender a otros servicios- se encuentran en estado de excepción. Xavi, el fox-terrier mira con gesto de mosqueo la irrupción inesperada de los aplausos y el claxon de algunos coches que pasan. No puedo dejar de sentir una emoción mirando hacia la ventana de mis vecinos.