Aprincipio del presente siglo se encontró en Georgia un cráneo de casi dos millones de años de un homínido completamente desdentado. Nuestro antepasado podía tener alrededor de 60 años y dicen los expertos que constituye la primera prueba de comportamiento humano desinteresado: sin dientes no se puede masticar ni carne ni vegetales. Alguien tuvo que ayudarle y seguro que no fue la providencial «mano invisible» de la selva, sino una red más visible, próxima, real e infalible: los familiares y amigos. Los darwinistas sociales argumentaban que, durante esos 2 millones de años, sólo los fuertes han sobrevivido, y que el «sálvese quien pueda» era la regla imperante-junto con el laissez-faire- para la sociedad y el mercado. No podían estar más equivocados.

La ayuda mutua, los proyectos y acciones comunitarias, la solidaridad, la protección a los niños y los mayores o el sacrificio individual por el bien colectivo son algunos de los comportamientos que han permitido afrontar peligros, escasez, catástrofes, etc. Si estos comportamientos fueran la excepción y no la regla -como defienden los pesimistas antropológicos- la adversidad se nos hubiera llevado por delante durante estos dos millones de años. Y en lugar de eso hemos sido capaces de institucionalizar la ayuda mutua y convertirla en derecho, generar la estructura asistencial para responder ante la adversidad, traducida en pobreza, ignorancia, enfermedad y crear sistemas de bienestar que a través de la sanidad pública, la educación, las pensiones y los servicios sociales, son capaces de acudir ante el infortunio de los grupos más vulnerables, ofreciendo una respuesta, que permite redistribuir las oportunidades y garantizar niveles de calidad de vida digna a grandes grupos de la población. El envejecimiento poblacional no es otra cosa que el éxito de la vida, ya que personas longevas siempre han existido: la diferencia es que ahora esa posibilidad se ha traducido a un porcentaje muy elevado de la población.

Respecto a la salud, es una evidencia que comprobamos constantemente gracias a un sistema de respuesta ante la enfermedad que consigue dar soluciones eficaces y accesibles al conjunto de la ciudadanía. La educación como ascensor social y el sistema de pensiones como una muestra de solidaridad intergeneracional constituyen una cuadratura del denominado Estado del bienestar y que es la fórmula más avanzada que ha existido a lo largo de la historia de la civilización.

Esta reflexión viene porque somos muchos los que vemos una hermosa idea latente, subyacente, en las graves medidas para hacer frente al coronavirus. La lógica en cascada es la siguiente: Las medidas se toman para ralentizar el contagio; cuanto más lento sea el contagio menor es la probabilidad de colapsar el sistema sanitario; cuánto menos saturado esté, mejor calidad en la atención y mayores probabilidades de supervivencia tendrán nuestros mayores. Pero hay algo más. Muchos de los mayores infectados que arrastran otras enfermedades probablemente morirán. Sin embargo, todo el esfuerzo colectivo del Estado de bienestar, su sistema nacional de salud y la solidaridad de la sociedad harán lo posible para que esa muerte sea digna. Todos luchamos para que no mueran en un pasillo, sin ventilación mecánica, o en un gimnasio, o en una cuneta en la calle o junto a profesionales sanitarios desesperados o impotentes. Todos hacemos lo que está en nuestra mano para que eso no suceda, continuando la ancestral tradición solidaria que nos hace humanos.