Recuerdo perfectamente aquella noche, cuando una llamada telefónica despertó a mi padre y nos pusimos en pie todos en casa. Yo era un niño y no podía sospechar lo que pasaba, pero sus preguntas de incredulidad y de sorpresa hicieron que me pusiese a temblar de miedo. Se lo acababan de afirmar: aunque por unas horas había dejado de llover, el agua había anegado la ciudad y mi padre debía ir a trabajar de madrugada. «¡El mundo se nos ha venido abajo!», me dijo; «necesito comprobar la extensión de la catástrofe». Yo voy contigo, le aseguré -valiente-, y, al poco, cruzábamos con una indescriptible ansiedad las callejuelas, y nos acercábamos a una bocacalle para ver, sobrecogidos, cómo el agua había cubierto toda la calle de Las Barcas. ¡Saldremos adelante!, afirmó, a pesar de que todo se había cubierto de barro y habría que empezar de nuevo.

A la mañana siguiente el agua llegó hasta el portal de mi casa. Una vez el tiempo nos dio tregua, se produjo una movilización inesperada: la gente de los pueblos entraba en la ciudad con cestas y con capazos repletos de embutidos, de huevos y de pan; se fueron recogiendo mantas y ropas usadas para socorrer y ayudar a las gentes de la barriada del Carmen -especialmente dañada-; se distribuyeron paquetes de arroz, de lentejas y de garbanzos y yo acompañaba a los mayores en aquel largo reparto. Cientos de soldados, con palas y pequeños carromatos, comenzaron a retirar las ingentes toneladas de barro pegajoso. Había un hedor especial entre las calles que es imposible olvidar, mientras infinidad de muebles y de objetos personales se iban abandonando -inservibles- cargados de recuerdos.

Toda España se volcó con la ciudad: llegaban cargamentos de alimentos y de ropa, y una emisora de Murcia abrió un programa especial para recaudar dinero, que todo el mundo seguía esperanzado y sobrecogido. Gente humilde y desprevenida, se la había llevado para siempre el agua.

Nada fue fácil desde aquel momento, pero la sociedad que yo atisbaba desde mi inexperiencia de entonces, -por sorpresa-, la pude ver, dotada de una capacidad de reacción que parecía soterrada; y no cundió el desánimo, sino la superación; y, sin imaginarlo, a mi generación se nos fue configurando en aquella conciencia aún infantil que, con esfuerzo, hasta la mayor de las desgracias se podía dejar atrás, y el paso del tiempo nos demostró que fue así; hasta el punto de que, al poco, comenzaron a fraguarse los proyectos que, cuajados después de sucesivas décadas de empeños, han ido configurando una urbe tan distinta y mejorada, que aquél que nos traicionó, en vez de odiarlo o de temerlo, lo hemos transformado en un inmenso jardín, en un paraíso inimaginable que nos articula hasta el mar, por el que transitan centenares de personas que pronto volveremos a ver después de estos días de aislamiento.

Cuando se está -como estamos- en el fragor de una batalla, ningún soldado sabe lo que se va a prolongar, ni siquiera si va a sobrevivir, pero para poder ganar, lo que más necesita, es saber qué debe hacer. Y esto lo conocen muy bien los que en estos momentos nos auxilian más: los sanitarios con los que -como cirujano- he tenido el honor de compartir una gran parte de mi vida. Les puedo asegurar aunque nos parezca insólito, que todos los que ahora nos defienden desde el interior de los hospitales, no solo saben cómo tienen que actuar, sino que desde comenzaron hace años su trabajo, están avezados a convivir con el riesgo y a enfrentarse con las situaciones límite. Para ellos, cada enfermo que perdieron pasó por el esfuerzo máximo de los que intentaron que no sucediese así, y estuvieron junto a él luchando hasta el momento final. Son profesionales acostumbrados a trabajar y a rendir después de estar agotados; gente vocacional, habituada a la más exigente responsabilidad y a cumplir con rigor en circunstancias extremas. Sin embargo, para hacer útil ese esfuerzo necesitan instrumentos: respiradores, materiales específicos desechables, medicamentos, y equipos de protección. Como es fácil comprender, existen muchas actividades que no requieren mantener esos límites de responsabilidad y de autoexigencia, hasta unos niveles, que a una buena parte de la sociedad se le haría muy difícil soportar. Tal vez por ello, en el interior de un hospital permanece un escenario en el que cada uno sabe que su papel es importante y, con frecuencia, trascendente; pero que, al mismo tiempo, es consciente de que no podría realizarlo si no fuese auxiliado y pudiera compartirlo, de tal suerte, que la mayor compensación se siente repartida cuando, entre todos, se somete y se domina una coyuntura de apariencia insuperable. Esto hace que esa vida profesional sea un privilegio, y alcance unos niveles de satisfacción difícilmente comparables.

Es evidente que vamos a superar estas semanas difíciles; pero, también, que, después, nos vamos a encontrar ante una situación, ahora, en gran medida, impredecible; porque no volveremos al mismo punto de partida. En el camino se habrán segado muchas vidas pero, asimismo, infinidad de iniciativas y de proyectos y, como en aquel otoño del 57, tampoco deberá haber ningún desfile dispuesto, porque no habrá habido un vencedor. Los sanitarios habrán visto reconocido su trabajo, pero, como lo hacen en su intimidad todos los días. Y, los que también se han concertado para que la supervivencia no nos llevara al caos, llenarán su vida de recuerdos. Sin embargo, será, de nuevo, el momento de iniciar entre todos un largo recorrido ante un paisaje completamente distinto, y es ahí donde deberemos esforzarnos para configurar una nueva relación de prioridades basada en una reflexión acerca de nuestros valores; puesto que, del resultado, va a depender nuestro futuro y nuestro legado y, ahora sí, el modo de enseñar a nuestros hijos los empeños que pusimos para superar el asedio y recomponer de nuevo el mundo.