Me quedé sin mascarilla pero no me quita el sueño. Otra cosa son las profesionales de la Sanidad y los hospitales, quienes deberían tenerlas por doquier. La mía, en verdad, es una mascarilla mental. La puse en mi cerebro a modo de profiláctico. Hace el mundo más llevadero, créanme. Centrifuga la realidad, procesa la barbarie, recicla a los pedorros y da inteligibilidad a la estulticia. Con todo, cuesta dilucidar el absurdo proceder de aquellos humanos -supuestos, mejor- acaparadores de mascarillas. Las compraron analmente, como el papel higiénico -misterio que abordaré en otro momento- y ni siquiera empatizan compartiéndolas. Puro egoísmo, miseria moral, podredumbre existencial. Ahí tienen a la ciudadanía china regalando mascarillas a sanitarios, policía, profesionales en general. Tengo que decir que mis alumnas chinas fueron las primeras en «desaparecer» de las aulas. También pioneras en comunicarse conmigo, entregar tareas y excusarse. De la flora y fauna de la terreta nada se supo. Conste en acta.

La mascarilla mental es mano de santa. Digo de santa con perdón de la RAE, a ver si se molesta con este pobre profesor raso por incorrección gramatical; pero digo yo, no sé, si las manos de santa y santo pueden verse con perspectiva de género. Supongo que sí. En caso incorrecto, perdóneme Pérez-Reverte y su cofradía. A sus pies y sigamos. Con esta mascarilla mental uno se protege de los tertulianos y la propagación de epidemias virtuales. Los días son largos como las noches. Bueno, mis noches son magníficas porque duermo a pierna suelta. Permítanme una licencia poética esta vez. Quiere decirse que las horas se multiplican y ralentizan y quien esto firma, como la mayoría de mortales, entra mucho a Facebook (síganme en Agustín Zaragozá. Escritor). Es un gesto cotidiano y harto doloroso. Si de normal la gente ya cuelga muchas heces mentales, la multiplicación de éstas permite referirnos no sólo a una gran pandemia, sino también a una gran diarrea. Eso por no referirme a los balcones: nunca falta un roto para un descosido. Quién nos iba a decir que la balconada se convertiría en un espacio de comunión. Ya no hay misa ni campanas, pero nos queda la dulzaina, el tabalet, las cacerolas, el himno patrio o también el DJ Albert Gómez Valls, quien, aclamado como el Raphael de Oliva, deleitó a su vecindario con una sesión de decibelios. Para que luego digan que el Ciclo de Imagen y Sonido no sirve de ná.

Mi mascarilla mental es producto del tiempo y la cortesía de E. M. Cioran, F. Nietzsche, Amelia Valcárcel y otros desinfectantes. O de E. Fromm, a quien recomiendo su Tener o ser para esas personas ruines acaparadoras de mascarillas. Cuídense. Y háganme caso, esta pandemia debe construir otro mundo posible, deseable, necesario. Un mundo en el que sepamos compartir, empatizar, construir y no competir o aniquilar.