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Desde mi ventana

Ojalá tuviera un terrado

Ojalá tuviera un terrado. Y no este simple balcón testimonial que solo sirve para desafiar la persistencia de fachadas rectilíneas de mi calle. En los ratos de sol mi hijo y yo nos apretujamos en la galería trasera de nuestro piso, en el breve espacio que nos permite la lavadora, y desde allí escuchamos trinar a la familia de pajaritos que se han instalado en el único árbol de un patio prestado a nuestros sentidos. Los cielos que auspician el verano son un bien preciado estos días, y no solo porque escaseen, como todo lo demás, así que un rato en el lavadero es todo lo más cerca que el niño -casi un adolescente ya- puede estar del aire libre.

El ventanal delimita nuestra porción del mundo, un espacio diáfano al que nunca antes me asomé por necesidad sino simplemente por costumbre. De noche, las luces de las ventanas de los edificios colindantes se encienden y apagan como un lento código morse y el resto de la ciudad se reduce a un puñado de escenarios replegados y sujetos a su tramoya.

Por las calles vaciadas de estos días extraños circula el mismo sonido detenido que se expande por el interior de nuestra cabeza. Se trata del eco intermitente de un roce suave, como si la vida pasara de puntillas, como si no se atreviera a despertar el pánico, la rabia o la desesperación. El ruido de la vida hay que buscarlo en el interior de los muros de las casas, en el murmullo de las conversaciones domésticas atenuado por ese otro silencio estridente que no consigue traspasar, pared adentro, la actitud resistente de lo cotidiano, que ha hecho de cada hogar una especie de fortaleza inexpugnable. La reclusión forzada nos coloca cara a cara ante nuestras rutinas.

Es sobrecogedor cómo estos días va cambiando nuestra actitud auditiva. Cómo acogemos con gratitud o resignación sonoridades que no eran más que una anécdota o nos irritaban. Cómo regresas del trabajo como quien vuelve de la trinchera, empapado el ánimo de la desoladora soledad de las calles confinadas, y te instalas en la alegría de unas risas infantiles que se cuelan desde el salón vecino y te invitan a ponerte tú también el chándal y las zapatillas de la normalidad, a echar el cerrojo de la puerta e ignorar un rato a ese mundo que va costando un horror reconocer. El silencio suspendido en la ausencia de libertad, en la falta de horizontes, en la incertidumbre, y que se expande como el cuerpo de un monstruo al desafiarlo, igual que crece la oscuridad con solo mirarla. Nos hemos vuelto sigilosos, con la única excepción del aplauso vespertino, ese que arranca como una lluvia tímida y regatea después su momento de acabar. Un aplauso que viene a decir que estamos escondidos, pero que ahí seguimos, pese a no saber, a no quererlo a ratos.

Mi colega Pilar echa de menos tener un jardín. Ojalá yo tuviera un terrado, para elevar la vista por encima de los tejados, dejarla que se perdiera hasta donde hoy es impensable viajar, y volver a sentir que ese silencio sobre el que flota la ciudad es un refugio elegido y no una cárcel; que abajo, en la calle, sigue el trasiego habitual. Será formidable volver a escuchar el tintineo de las cucharillas contra las tazas en los cafés, el rumor de las conversaciones en las terrazas de los bares, el ruido de las prisas y de los cláxones, el taconeo sordo de los pasos en las callejuelas del barrio antiguo, la charla despreocupada en los aparadores de las tiendas.

Por ahora, y por si acaso, vamos aprendiendo sobre la marcha -nadie nos enseñó- a dosificar el optimismo, a racionar la queja, por si hay que aguantar mucho más tiempo este mutismo asumido que a ratos amenaza con despojarnos de nuestra cordura. Ojalá salga bien.

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