Un hombre obeso, desaliñado, tapado en el sofá con media manta mientras asiste, insensible, a las clases aeróbicas de una entrenadora televisiva, es la decimocuarta imagen cómica que recibo en mi móvil, pero la que más se ajusta a la realidad de este encierro voluntario.

Que desde hace más de treinta años se hagan ejercicios de simulación epidémica para gestionar las decisiones que toman los médicos en caso de alarma, ha debido pasar tan desapercibido a los creadores de bulos como las enseñanzas del bacteriólogo Carl Flügge. Cada año aparecen varios virus nuevos. Pero estas cuestiones se planteaban en África o en América del Sur, en situaciones de guerra o de catástrofe natural, ocasiones para nosotros excepcionales pero que ahora sacan a flote las realidades de un país y de la gente convive en él. No da el mismo resultado de víctimas y destrucción un terremoto en Japón que en México; ni un huracán en el Distrito 9 o en el Barrio Francés de Nueva Orleans. En unos países se ha invertido más en la anticipación de catástrofes que en otros y en las ciudades de Louisiana, como en todas las del mundo, hay diversos grados de riqueza y de pobreza.

La circulación en la opinión pública de los errores y las supersticiones de los charlatanes no están vetadas por los ideales de los utilitaristas Bentahm o Darwin, sino por los de Voltaire y Rousseau. El colapso político y sanitario en España no viene dado por un gobierno. Cuando ser tonto y obediente mejora tu curriculum, estamos todos bien representados y contentos, cada uno, en cada cambio político. Y los mismos mantienen su verdadero poder, gobierne quien gobierne. Tenemos excelente personal médico, somos pioneros en quirófano, pero aún tenemos que enseñar a la población a lavarse las manos, a no tirar desperdicios o a toser tapándose la boca.

En nuestro país la primera línea de indefensión estaba en nuestros mayores. Mientras en EE.UU. se han lanzado a las armerías para protegerse unos de otros, aquí se han apedreado autobuses donde viajaban ancianos. La mayor mortalidad, la de los más abandonados, y qué vergüenza debería darnos, se ha dado en las residencias. El ejército, al ir a desinfectar, ha encontrado cadáveres en esos corredores de la muerte donde las familias, las que pueden costearse sus precios, esperan que personal mal pagado y con preparación básica se encargue de los últimos días de sus mayores.

Y por supuesto al aplaudido personal sanitario, desprotegido por falta de medios y equipos, trabajando en precario, sin que la descentralización de la Sanidad del año 2002 parezca haber sido de mucha ayuda. Tampoco han previsto nada las empresas privadas para defendernos de esto, excepto la caridad oportunista. ¿Y qué pasa con las personas crónicas? ¿Estamos en el paraíso humanista tradicional de Cuéntame o en la realidad gótica de Rusia y EE.UU. donde consideran que lo mejor para el sistema es que el más débil desaparezca? Ni siquiera es una idea moderna: viene del mercantilismo del XVI, una corriente política que decía que una población en constante crecimiento debía producir y ser utilizada para beneficio de la política estatal.

No se había utilizado una medida de aislamiento parecida en Europa desde las pestes del siglo XVIII difundidas por los barcos. Como en las guerras, nadie sabe cuánto durará el aislamiento y aún menos los efectos psicológicos de esta medida. Aunque los vietnamitas ya vivieron este trance en el año 2003 para combatir el SRAS, nosotros no tenemos precisamente esa mentalidad oriental sometida tradicionalmente al colectivo.

La peste llegó a Valencia en 1647, coincidiendo con la crisis de cosechas y los gastos de la guerra de Cataluña, en un barco mercante procedente de Argel. Y también las autoridades se resistieron entonces a aceptar la realidad pues suponía aislar a la ciudad. El virrey ocultó la verdad de las muertes al rey, mientras los nobles huían de la ciudad. No sé si les suena. El entonces arzobispo aprovechó la celebración masiva de procesiones que contribuyeron a hacer alcanzar el Cielo a los de siempre. El dominico Francisco Gabaldá lo describe así : «La suerte de la gente que murió fue ésta: caballeros ninguno, porque todos se fueron; juristas ninguno; notarios uno u otro; a los entretenidos y gente de paseo dexó Dios para que se sazonaran; los muertos fueron oficiales, labradores y regularmente toda gente de trabajo, a los cuales hallaba el mal cansados y mal alimentados. Lo propio sucedió en las mujeres.».

Pero también la provincia de València y su capital fueron el escenario de la primera vacunación masiva anticolérica humana aplicada a 50.000 personas. Nunca se sabe cuándo ni como pueden cambiar las cosas. Por ahora ocupémonos de cambiar nuestro modo de vida. Nuestro modelo de desarrollo viene produciendo más mal que bien desde los años 70, y esta no será la única pandemia ni la última crisis. Prevengamos sus efectos aprovechando que el sistema está patas arriba. Demos una vuelta a todo lo que hasta ahora los pesimistas, con nuestra visión negra, y los titiriteros, con nuestra sonrisa sarcástica, veníamos anunciando. Paren de buscar si los culpables son los duendes o los extraterrestres, y déjense seducir por la razón y la verdad.