Nos equivocamos; el virus saltó fronteras y océanos para convertirse en una pandemia. Con los primeros casos sonaron las alarmas. Del virus solo conocíamos el nombre, del resto nada, incluyendo por igual a ciudadanos y gobernantes, salvo que había un contagio masivo, al parecer directo, y con plena conciencia del riesgo que corríamos acudimos a manifestaciones, congresos, conciertos, reuniones y cualesquiera otros lugares masificados, esforzándonos por salir en la foto demostrativa de que estábamos allí; los rumores de restricciones al movimiento levantaron oleadas de protesta de falleros, porteadores de la Semana Santa, padres ocupados que no sabían qué hacer con los hijos, comerciantes que veían menoscabadas sus expectativas, una exageración cuando el problema sería cosa de días pasando antes de que nos diéramos cuenta.

El coronavirus llegó y se quedó entre nosotros marcando sus niveles de contagio, sus consecuencias y sus tiempos. El Gobierno reaccionó imponiendo la drástica medida del confinamiento en nuestras casas e iniciando un proceso adaptativo de los centros sanitarios a las nuevas circunstancias. El material era otra cosa, dependiendo de las fábricas cuyo ritmo de producción era el normal en las normales circunstancias y sobrepasados por las que determinaba un poderoso incremento de las necesidades que excediendo las posibilidades de cualquier Estado supuso una demanda masiva a los países que nos lo pudieran facilitar.

Por nuestra parte, invadimos los supermercados, vacíamos las estanterías, quien pudo hacer acopio de productos de primera necesidad llenó la despensa sin pensar en quienes solo pueden permitirse comprar día a día, tal vez para una semana.

En ninguna cabeza sana cabe la creencia de que ante una pandemia de esta envergadura los Gobiernos, de uno u otro color, no se hayan esforzado en adoptar las medidas consideradas oportunas para atajarlo. Recordemos que las competencias en materia de Sanidad están transferidas y la responsabilidad más directa e inmediata de su gestión les corresponde a ellas y no al Gobierno de la Nación española. Con los aires que se gastan los populares y los de Vox tendrían que decir que ellos acudieron a la manifestación del 8-M; que en Madrid y Andalucía, donde mandan ellos, o se ha gestionado peor la pandemia que en Valencia, donde gobierna un socialista, o que García Page, siempre tan crítico con Sánchez, se las ha arreglado por su cuenta. Sería una injusticia, una barbaridad, porque no es cierto.

Pero que tampoco critiquen a esos políticos que, a veces con el rostro demudado por las tragedias personales, han tomado las riendas, han informando puntualmente de la evolución de la enfermedad y de los criterios de proporcionalidad mantenidos en la adopción de medidas preventivas o curativas. Mucho antes que otros países, con el elogio de instituciones europeas, con cifras ciertas y explicaciones fidedignas sin la menor omisión de los aciertos u errores cometidos.

El gobierno central no es de otros ni de otra galaxia; es el nuestro y esta aquí enfrentándose a un problema que a todos afecta y clama por la entrega y solidaridad. Ese momento en que saca lo mejor de nosotros mismos y se ha demostrado en la inmensa mayoría de ciudanos.

Pero no todos. Los hay roídos por otros virus que han hecho de esta desgracia su vomitorio para sacar rentabilidad política criticando las medidas adoptadas sin haber ofrecido nunca ni ideas ni alternativas. Los que aprovechando el estado de las cosas se explayan en las redes sociales vomitando su odio a los independentistas, comunistas, extranjeros que reciben asistencia sanitaria, claman por reformas estructurales impensables... nada que ver con el problema que nos acecha. Todo está mal, todos se equivocan, todo ha de cambiarse...

No queremos más penas que las que tenemos. Se ha hecho lo que se ha podido, cuando se ha podido y de la mejor forma posible. Me consta que se han aceptado iniciativas privadas para atajar el daño, que el diálogo imposible ha encontrado por fin las palabras del entendimiento y que la mayoría de la gente está dándo todo lo que puede para ayudar al anciano, al vecino, al amigo, a cualquiera del que solo un mes atrás no conocían ni el nombre. Luchamos contra un enemigo camuflado, difícil de descubrir, con la confianza en que nuestra fuerza y perseverancia será más duradera que la suya propia. Esto no es una guerra, sino una desgracia,y si después de cualquier conflicto bélico nos hemos reconstruido es indudable que saldremos de cualquier tipo de menoscabo económico que reporte la enfermedad. Guardemos las palabras para el consuelo a quien tanto lo necesita y para dar ánimos a quienes velan sin descanso por nuestra salud. Algo se ha hecho bien; incluso muy bien. Cuidaos mucho.