Cómo es posible que el confinamiento debilite la concentración? La soledad, el recogimiento, ahora, contra todo pronóstico, parece la puerta a la dispersión. La omnipresencia de la pandemia, minuto a minuto, día a día, genera un estado de ánimo diluido, sin fuerza. Esta apertura histérica a la realidad parece dejarnos sin tensión interna. Es como si necesitáramos sentir el chispazo de la noticia para mantener un mínimo de energía. Sabemos el costo de eso. Se llama ansiedad. A todas horas buscamos una noticia positiva, algo que nos indique que vamos en una dirección. Ya se sabe, si te pierdes en un bosque mantén la línea recta, dicen. Pero nos preguntamos dónde está esa línea. En medio del bosque se impone la tensión. En casa la pasividad, la impotencia, te hace perder el centro de ti mismo.

La vida así se escinde entre el miedo de afuera y la pérdida de energía dentro. Una realidad externa que nos asalta y una interna que nos desmorona poco a poco. Esa es la función del calambre de las estadísticas, y para decirnos la verdad, de las muertes. El miedo por los nuestros nos produce tensión. Sin embargo, ¿quién puede mantenerla días y días sin devorarse? Así no tocamos fondo de verdad en una actitud firme. Sabemos lo que no podemos, y también lo que no debemos. Pero de dos negaciones no logramos formar la actitud positiva.

Muchas realidades bloquean la forja del carácter en esta situación. Lo primero que se desarma es la capacidad crítica. ¿Hasta dónde ejercerla? ¿Cómo hacerla compatible con la responsabilidad? Se ha creado un clima bélico tal, que parece que cualquier crítica ha de implicar algo así como sugerir que de sargento para arriba nos dirigen ciegos. No, no, nos decimos; la crítica será irrelevante, y la instrumentalización intensa. Se han cometido errores desde todos los sitios. ¿De qué servirá recitarlos, una y otra vez? ¿Y callarlos? ¡Cómo se atragantan esos bocados que no quieren entrar pero ya no pueden salir!

Las razones refuerzan la impotencia. La realidad que esta pandemia nos ha revelado no es superficial. Ha sido forjada lentamente, en una agenda constante que ha atravesado los gobiernos democráticos, desde hace décadas. ¿Qué sentido tiene señalar un culpable? Gobiernos democráticos nos han traído hasta aquí. No hemos dejado de votarlos. La democracia funciona más con la noción de responsabilidad que con la de culpa. No reclama chivos expiatorios. Lo que sucede en ella me tiene a mí de actor, y a ti también, lector. Que somos un país con déficits muy grandes, lo hemos experimentado ahora. Pero la democracia es la única corporación en la que se elige al estado mayor. Actúa por nosotros. Somos nosotros. Lo que suceda con nosotros y nuestros mayores lo hemos decidido nosotros, elección tras elección. No dependió de autorizar una manifestación, ni un partido de fútbol. Es otra cosa y viene de lejos.

Siempre compartes destino con tu pueblo. Si quieres que ese destino no sea trágico algún día futuro, hazlo mejor cada presente. ¿Pero cómo lo haces ahora? ¿Ante quién? Hay una desolación en todo esto que te corroe las entrañas y te propone lo más difícil, mantener el desasosiego y al mismo tiempo la cabeza fría, la actitud constructiva, la buena voluntad. Teníamos la certeza de la generosidad del personal sanitario, pero no nos resignamos ante la mezquindad de las valoraciones políticas. ¿Hace mejor a la gente, más ecuánime, más sobria, más firme en medio el desasosiego, prometer que se llevará al gobierno a los tribunales penales por haber permitido una manifestación y al mismo tiempo autoperdonarse con una declaración formal por el mitin de Vistalegre, realizado cuando obraba la certeza de que algunos líderes estaban infectados?

¿Qué se quiere cubrir con esta actitud? ¿Qué idea se quiere proyectar? ¿Qué todo es perfecto y que lo único que falla es el gobierno? Por favor. ¿Eso es lo que quieren decirnos los aplausos a los 8 de la tarde y las cacerolas a las 9? No ver que son las estructuras del Estado y de la sociedad lo que falla es miopía, y cuando apreciamos que buena parte de nuestra ciudadanía se niega a verlo el desasosiego te corroe. Moncloa es una burbuja con un único brazo: UME y orden público. Ese error no puede ocultarse. Lo vemos todos los días en ese podio desde el que nos lanzan partes de guerra. No podemos construir un estado de las autonomías y de repente hacer que estas no existan. No podemos construir un gobierno central directivo y, en la peor situación, manejar desde el centro todos los resortes de la gestión.

Es como insistir en la construcción de una economía europea y no disponer de un organismo europeo de coordinación sanitaria. ¿No se sabía que una pandemia hunde la economía? ¿No hemos construido un gigante con pies de barro? Una falta de previsión nos expone a una crisis sin precedentes en la integración europea. Y de repente, en lugar de verlo, estallan palabras de tal incomprensión que hacen irrespirable el ambiente. Para alguien que sabe que sólo Europa moderará nuestros demonios, esas salidas de tono tienen un efecto demoledor. La muerte ha estallado en nuestras narices, y ahí hunden sus raíces las culturas populares. Esto lo sabe cualquiera, pero parece que algunos dirigentes europeos son menos que cualquiera. Lo grave no es que esas manifestaciones amenacen con romper Europa. Lo grave es que la boca que las pronuncia ya habla desde un desprecio propio de quien no tiene nada en común.

Pero no es verdad. Tenemos en común mucho más de lo que dicen esos líderes incapaces de controlar su desasosiego. Algunos están nerviosos por la perspectiva de consorciar la deuda pública española, ¿pero tanto como para despreciar nuestro sentido de la muerte, del duelo y del dolor? Somos adultos. Comprendemos que detrás de la UE hay duras realidades, elementos coactivos que fuerzan las decisiones. Sabemos lo que es el poder. Sabemos que en el mercado financiero pagaríamos ahora quizá el 10% de intereses por nuestra deuda y que el BCE la compra sin intereses. No olvidamos eso, desde luego. No olvidamos más cosas. No olvidamos que aquí nadie ha calculado de verdad lo que nos ha costado la corrupción política. No olvidamos que nadie ha querido investigarla a fondo ni recuperar lo robado. No olvidamos esa cuenta de cien millones de euros. Un Estado que ha sido sumido en el desprestigio por muchos de sus dirigentes y por su símbolo máximo, tiene difícil apelar a la benevolencia de otros.

Pero esos grandes genios del norte deberían encontrar la manera de defender su posición sin insultarnos, ni despreciar a los que mueren en nuestras UCI, ni decirnos a quién tenemos que salvar y a quién no. Nosotros no miramos la muerte como un hecho del todo natural, ni creemos que esté justificada sencillamente porque alguien haya vivido mucho. La miramos como algo que no debería suceder y no nos reconciliamos con ella por mucha edad que haya acumulado nadie. Hemos leído a Canetti, y si no lo hemos leído lo llevamos en la sangre. Nos sentimos orgullosos de que alguien haya luchado y vencido a la muerte, cuanto más tiempo mejor, y si pudiera vencerla eternamente, sentiríamos que eso es lo debido.

Por supuesto que muchas veces podemos bajar la guardia y pensar que alguien ya vivió demasiado. Pero ahuyentamos ese sentimiento como la peste, porque solo atisbarlo nos hace sentirnos los más miserables de los hombres. Por qué somos así, no lo sabemos. Pero por el momento no queremos liberarnos de ese sentimiento con todas sus ambivalencias y su compleja trama. Si no nos quieren prestar, podemos entenderlo. Pero en este punto, al menos, podían dejarnos en paz con nuestro desasosiego. Nos ayuda a no ponernos tan nerviosos y es un signo de nuestra resistencia a convertirnos en gusanos.