Muchos que, de siempre, han escondido la mano, tunden ahora en figura de cazo al rey Juan Carlos, lo flagelan a distancia por haberse llevado, presuntísimamente, crudo el petrodólar.

Es como si el estado de alarma, la hibernación forzosa, el arresto domiciliario, el toque de queda nos hubiera devuelto la introspección, la espiritualidad y la honradez; como si hubiésemos recobrado nuestra doble dimensión originaria, nos hubiésemos repristinado y fuésemos de nuevo sensibles y capaces de ponderar las cosas con rectitud y ecuanimidad: hemos clamado al cielo, nos hemos llevado las manos a la cabeza, nos hemos echado al balcón o a la ventana, con la zambomba de acero en ristre, a interpretar un solo de furia ciudadana en escándalo sostenido mayor cuando nos han dicho que Juan Carlos I sacó, presuntamente, una tajada enorme por mediar en el contrato del AVE a la Meca. Y hemos hecho todo esto como si estuviéramos dispuestos a rechazar una comisión si nos la ofrecieran; como si el encierro, la inactividad y el picoteo empedernido nos hubiesen refinado la corambre, nos hubiesen puesto los nervios de punta y diéramos el redoble de cacerola por la menor futesa; como si se nos hubiera exacerbado la honestidad, o la envidia; como si tuviésemos en carne viva el pundonor, o la hipocresía —que las cuatro paredes, encogiéndose, cayéndosenos encima, nos confunden estos y otros conceptos—, y considerásemos ignominioso que un rey, al proporcionar carga de trabajo a la industria ferroviaria nacional, reciba un regalo, siendo así que nunca nos habíamos fijado en esto al pagar en A el valor catastral y en B lo acordado, al encargar la reforma sin IVA o al meternos en la faltriquera el billetito negro, saudí o mulato con el disimulo, el gozo, la solemnidad y el triunfo del zascandileo lucrativo.

Pero no: lo que ha ocurrido, en realidad, es que una vez más, y de manera inesperada, Juan Carlos I, rey emérito y augusto, ha unido a los españoles; ha organizado una orquesta multitudinaria que aglutina los tiquismiquis de toda la vida, los donperfectos fiscales, laborales y contables, los defraudadores profesionales, los buzos de la economía, los rateros de oficina —esos que presumen de no comprar folios ni bolígrafos—, los de la comisión en sede notarial a espaldas del notario, los del remiendo sin factura y los demás bajamaneros para tocar juntos la sinfonía estridente del cucharón y la cazuela, de la fantasmagoría y el embuste, nº 2, «Fariseo». El rey emérito, por tanto, es el nuevo Baremboim, que nos convierte a todos en virtuosos de la cazuela y la probidad como el famoso director corre mundo con su orquesta pacifista. Muchos que, de siempre, han escondido la mano, la sacan ahora para tundir en figura de cazo al rey Juan Carlos, para flagelarlo a distancia por haberse llevado, presuntísimamente, crudo el petrodólar. Hay miles de sujetos abollando cacharros al anochecer, millones de camaradas atizando el menaje con la saña y el despecho de no tener acceso a transacciones tan lucrativas como dicen que fueron las del monarca emérito. Es un caso típico de paradoja psicológica, una expresión de la envidia en traje de noble indignación; de modo que cada martillazo en el culo de la olla, cada reproche metálico al supuesto porcentaje de D. Juan Carlos viene a ser, en el fondo, un lamento por no haber estado en la misma coyuntura.

No es creíble, pues, tanta cacerolada, tanta integridad ofendida, tanto repique de patriotismo, tanto pudor crematístico; sobre el estrépito cotidiano de las nueve revolotea la intuición de que si cualquiera de los concertistas, por alguna chamba de la fortuna, cobrase varios millones por facilitar una operación de las gordas, lo pensaría todo menos traerlos a España, donde serían carne de gabela bolivariana. Por eso parece que tanto estruendo, tanta percusión, tanta reivindicación y tanta protesta sólo son maneras de aliviar el horrible desasosiego musculoesquelético que nos provoca la estrechez de la jaula; que buscamos causas racionales a las caceroladas, los gorgoritos, los aplausos y los berridos, pero lo cierto es que se deben al desengaño del ansia, tan española, de dinero fácil, a la frustración de la codicia, por un lado, y a la enervante quietud, al inmenso tedio, a la transmutación de nuestra casa en calabozo y a la mofa que hacen de nuestro esplín las emisoras de televisión, por otro.

El comportamiento del rey Juan Carlos tendrá o no tendrá lo suyo, pero los jueces de cacerola, esos que lo condenan y exigen reparaciones, autos de fe y hogueras, no están libres de pecado, al menos de pensamiento e intención; y si aúllan, saltan, cazuelean y se rasgan las vestiduras, probablemente lo hacen más por el empacho de la convivencia, el hartazgo de medir pasillos y la zozobra de no poder bajar un rato a la taberna que por la ejemplaridad que mostrarían con la guita delante.

Si esta reclusión se alarga, los autos de fe quedarán atrás y darán paso al juego del gato y el ratón, de los policías y los viandantes, los transeúntes, la gente, que correrá, divertida, desesperada, completamente fuera de sí, por calles y jardines. No se acordarán ya de las caceroladas ni de los eméritos, de los memes, los altavoces y los aplausos —aquellas distracciones iniciales—; ahora serán los brincos y las zapatetas, las persecuciones y los escalamientos, la clandestinidad, la euforia, la histeria, el delirio y el tumulto. Recemos por que sea estacional.