Tiempo de relectura. Manzoni y Los novios, Camus y La peste. También Williamson y el Consenso de Washington. La descripción de una epidemia en Milán, siglo XVII; la reflexión en torno a la peste fascista y los autoritarismos, y la aplicación del flagelo de la privatización de bienes públicos.

Spagnolescamente, españoleando vaya, con el engolamiento propio de los gobernadores, nos describe el clásico italiano. Emiten bandos que nadie cumple, cuarentenas que violan la soldadesca y ellos mismos. Huyen. Podría aplicarse ahora a algún líder de la derecha. O a más de un ilustrado insolidario.

Rieux, el médico de Camus «sabía lo que la multitud alegre ignoraba [..] que los bacilos de la peste no mueren ni desaparecen [..] y llegará el día [€] que despertarán a sus ratas y las enviarán a morir en una ciudad feliz». Tal como viene sucediendo en Europa con el retorno del fascismo con otro rostro, que podría ser el de los políticos citados, tan spagnolescos ellos.

El punto tercero del llamado Consenso de Washington, resumido por Williamson, economista de todos los organismos mundiales del pensamiento dominante, dice: «Contención del gasto público [recortes, austeridad] en especial en aquellos sectores que pueden ser gestionados por la iniciativa privada: salud, educación, gestión del ciclo hidráulico». En la salud se incluyen las residencias de ancianos, por supuesto privadas, a modo de almacén y con apremio para acortar vidas.

Como alumnos aventajados la caterva se lanzó con alborozo a privatizar cuanto tuvo a su alcance. Con nombres propios, Aguirre en Madrid, Mas en Cataluña, y aquí dejo a quien lea rellenar la nomenclatura local, en parte en el banquillo. Sus sucesores gobernantes de saldo con su prensa a sueldo.

El objetivo «adelgazar lo público», enviar a los desfavorecidos a la exclusión educativa por lo de la libertad de elección y a la salud a la condición de negocio. Apropiarse de un bien público como el agua propinándonos el sarcasmo de que garantizaran el suministro y su calidad, a lo que están obligados. Todavía espero saber quién y por qué, detuvo el proceso de retorno a València de una concesión que vencía en los noventa del pasado siglo.

Los «adelgazadores» reclaman la intervención pública, como hicieran con bancos y cajas, el precio a cargo de todos los contribuyentes, una vez más.

Cuando llega el enemigo invisible la multitud manipulable ignora las advertencias, desconfía de autores y cómplices en el desmontaje de las redes públicas de seguridad. Se lanza al acaparamiento, a la insolidaridad. O se va de vacaciones, como en el caso de la estación de esquí de Valdelinares, poniendo en riesgo un sistema frágil en zona vaciada, de población envejecida.

La ausencia de una pedagogía democrática, de educación ciudadana, se muestra en toda su dimensión.

Sucede en la era de la comunicación confirmando la tesis de Einstein respecto a la infinitud del Universo y de la estupidez humana, solo que la segunda es verificable como vemos estos días.

La salud como negocio, y el negocio por encima de la salud parece ser la penúltima estación del calvario neoconservador. Salvar los desmanes de un sistema desregulado y pasar una doble factura, la de la vida y pagar su deuda mañana a costa de los de siempre.

Lo cierto es que la economía, y con ella la sociedad, habrán de ponerse en modo cero cuando concluya el episodio, que acaso se cronifique como tantas pandemias. Las inyecciones monetarias, los auxilios de emergencia, no ocultan las fragilidades del sistema productivo, las alegrías de un modelo devastador capaz de acelerar las desigualdades hasta extremos insoportables para una población en riesgo de exclusión. No se puede remar con una mano, y son muchos los mancos desde 2008 con el riesgo de perder la segunda después del Covid19.

Acaso esta pandemia constituya una oportunidad a tener en cuenta para la revisión de la ideología dominante, la del mercado desregulado. Sin su permiso suscribo y hago mías las reflexiones de Jordi Palafox (eldiario.es cv, 24/3/2020) respecto de la historia y los efectos económicos y sociales de la actual pandemia.

Hay daños «colaterales» en el impropio lenguaje bélico que escuchamos que recuerda el «Parte» (para jóvenes: la radio franquista), con la excepción didáctica del Dr. Simón. El comercio de proximidad, la vida de los barrios de las ciudades. El modelo importado, envasado en plástico, se da por supuesto que es más higiénico, más seguro. Mercados públicos y tiendas, amenazados de desaparición.

Daño «colateral» para un sistema público de salud, estresado después de los recortes, que podría suponer merma de la atención primaria o del tratamiento de patologías ordinarias, cuya consecuencia se comprobará cuando aminore o concluya el flagelo.

A cada crisis en lo que va de siglo, un retroceso de la libertad en aras de una supuesta seguridad que se muestra esquiva por más belicistas que sean las propuestas o la búsqueda del chivo expiatorio, moro, chino, diferente, vecino territorial.

Un día preguntaremos sobre los stocks de las residencias geriátricas, de las dotaciones humanas y de recursos en aquellas y en los hospitales. Por supuesto que en ambos casos, nos interrogaremos sobre la eficaz gestión privada, la de los insignes economistas de Chicago y sus entusiastas alumnos locales.

Por fortuna los popes conversos socialdemócratas guardan silencio y los gobiernos presididos por sus sucesores abandonan la nueva fe, y en medio de la ferocidad de los ataques de cínicos, parásitos y golpistas, no solo atienden las carencias heredadas en el caso de la pandemia sino que van sentando las bases para mitigar sus efectos de una parte, y de otra evitar las consecuencias de la puesta a cero de la economía y con ello soslayar un deterioro social que pudiera alcanzar cotas sin precedentes.

La atención a sus advertencias, la solidaridad ciudadana, y el esfuerzo de todos resultan imprescindibles si queremos una sociedad más justa, más igual y no dejar a nadie en el vacío de la exclusión, recuperando de este modo la idea de la prosperidad compartida del estado del bienestar.