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Alfons García03

A vuelapluma

Alfons Garcia

Tiempo cambiante

Eso dicen del mes de abril. Tiempo cambiante. Un rato de sol primaveral y poco después, lluvia de invierno. Como los humores en estos días. Volubles. De la sonrisa comprensiva a las lágrimas que no se sabe de dónde salen ni por qué. Están. Y ya está. Consecuencias del encierro. Sergey no sabe qué es el confinamiento. Ni el tiempo cambiante. Nada ha cambiado para él. Cuando se cierran las calles, en ellas solo quedan quienes no tienen nada más. Le llamaban Sirosa de pequeño en su país, lejano, Ucrania. No sé cuánto tiempo lleva aquí, pero hace muchos meses que se le ve por el barrio. Unas etapas, mejor; otras, como la de ahora, peor, y otras desaparece como por ensalmo. Alguna mañana, a la hora de los perros, lo encuentro sentado en un banco, sucio, con un abrigo viejo y unas botas que hace tiempo que perdieron el nombre. Leire ha quedado en bajarle unos pantalones de su hijo. Yo hablo poco. Soy de natural cobarde, retraído y silencioso (el orden puede alterarse). Miro solo. Los meses pasan como años sobre él pero Sergey no ha perdido la sonrisa de bonhomía. A distancia puede asustar. De cerca solo apena. Acaricia los perros con cuidado. Los ojos son vidrio a punto de romperse. La piel de la cara parece a punto de quebrarse como el hielo. Su única compañía son dos cartones, el que le cuida el sueño las noches frías y el del vino. Le cuenta a Leire que bebe para no sentir miedo. El sentimiento que hace tres semanas y pico que se instaló en nuestras vidas es la vida de Sergey desde hace años. Hasta destruirla. Casi.

Ana está acostumbrada a la muerte. Es doctora en la unidad de paliativos de un hospital de València. Ha aprendido a no llorar cuando alguno de los enfermos que visita regularmente durante semanas muere. El ser humano es el animal que más rápido crea costras emocionales. Hace unos días la llamaron para ir de urgencia a un geriátrico con problemas. Ahora sí que llora. Cuenta que vio el pánico en muchos de aquellos que buscaban, desesperados, unas manos liberadoras. Se veían solos y rodeados de muerte. Presas de una cacería invisible. Sin entender nada. El terror más humano, el de la despedida final. Dejar que algunos tengan que dar ese último paso en solitario y muertos de miedo es una crueldad que una sociedad digna no se debería permitir. Ana ha estado unos días de baja tras aquella experiencia. No solo comprendió el terror de los ancianos. También sintió miedo por ella. El pánico puede ser compartido, pero es fundamentalmente egoísta.

Las cifras de la epidemia se mueven. Suben y bajan, frías y asépticas. Cualquiera que ha manejado números sabe que hay más de una manera de presentarlos. En toda estadística hay una cifra salvadora, un palo al que agarrarse. Toda curva de porcentajes se aplana cuando el volumen total de la muestra es tan alto que se necesitan muchos casos particulares para elevar la línea. Consuela poco, aunque se empeñen. Pura estadística. Cambiante como el clima en el mes de abril. El miedo es de movimientos más lentos. Es tan viejo como el ser humano, aunque se esconda la mayor parte del tiempo para dejarnos vivir tranquilos. La curva estadística bajará. El miedo no cederá tan pronto. Sergey es posible que no lo venza nunca. Pero para casi todos se irá. Sin avisar. Igual que después de abril llega la luz dulce de mayo. Tan suave como la noche. Luz llena de mar. Luz de vida.

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