Como si estuviéramos metidos en algún espacio psicodélico en el que no hubiéramos estado nunca en lugar de en nuestros domicilios habituales, muchos optimistas demuestran una gran fe en que, cuando salgamos de este confinamiento, el ser humano será otra especie distinta. Eso sería maravilloso si los poseedores de esa fe, de esa maravillosa capacidad de creer en lo que no vemos, tuvieran sentido del humor, autocrítica y espíritu de sacrificio por sus ideales.

Pero es bien sabido que los únicos animales que resisten y sobreviven a las grandes catástrofes son las vulnerables cucarachas: rastreras, caníbales, con grandes habilidades para evitar una confrontación directa y una nula capacidad para la puesta en común de sus planes evasivos o para los laberintos del humor. Créanlo o no, hace tiempo, movido en mi juventud por un frenético deseo de transcendencia espiritual, entré en algunos foros de discusión cristiana. Foros de los que era inmediatamente expulsado si se me ocurría poner algún dogma en tela de juicio, aún así fuera el controvertido de la Asunción de María. La sentencia era firme: "Si no crees en los dogmas católicos, no puedes hablar sobre cristinianismo". Es decir, que para poder discutir sobre religión, política o fútbol tienes que ser hincha de un solo equipo. Pero, como decía Marisol, la vida es una dógmola, dog-dog-dógmola, y pronto aprendí que la prohibición de discutir cualquier precepto se extiende a las universidades, pasando por los clubs nudistas o a cualquier agrupación formada mediante estatutos o prohibiciones mas o menos ingeniosas que mantienen las muñecas de sus componentes sujetas con las cadenas de los prejuicios. Su expresión máxima se manifiesta ahora en las redes en las denuncias envidiosas hacia cualquier persona que salga a la calle, aún en soledad.

Una vez pasada la etapa de la negación española a este hecho pandémico internacional, llegó la habitual etapa de búsqueda de los culpables y castigo de los inocentes. Pero siempre desde dentro: desde el seudónimo y el anonimato. Cualquiera que no esté confinado con los dientes amarillos de envidia no es amablemente avisado de que es mejor hacer caso de las normas, sino que es molido a palos o tratado de vago, rojo, maricón, facha o antipatriota. Esto transluce ese deseo irreprimible de todo español a dar rienda suelta a su síndrome de Procusto tanto en lo profesional como en lo personal.

Lo que me parece más llamativo de esta creencia absoluta de que en España "lo bueno está fuera" a través de ese deseo de petarlo todo cuando nos abran la puerta, es el aparente y terrible vacío interior de nuestros hogares. Hemos construido dos mundos aparte: el siempre fascinante mundo de fuera, con nuestros amigos, nuestros bares, nuestras drogas legales y las tácitamente permitidas, y el de dentro, con nuestra familia, nuestra televisión que la une y nuestra acumulación de bienes a lo Marie Kondo que nos cansa desde el minuto uno pero al que nos vemos abocados queramos o no. Para transcender esto, nos queda el humor, que resume todas las artes.

No se puede decir que el humor español sea de los más finos. Que no se me entienda como un reproche. Si por alguna casualidad el humor humano gozara de la misma facilidad de transmisión que el resto de nuestras reacciones atávicas como el odio o la envidia, y este humor fuera delicado, bien construido y sutil, al menos el noventa y cinco por ciento de la población mundial no lo hubiera entendido. El humor no pertenece a ningún partido político pero sí a una ideología, la más abierta y amplia de todas, y en esto reside su enorme poder de sanación. Pero lo mejor de todo es el respaldo que por fin tendrá la ciencia. Los fervientes anti-vacunas desearán abrazar la causa de Flemming para sus hijos y los remedios milenarios chinos pasarán a un segundo plano cuando se divulgue, con varios años de retraso, la compleja cadena vital de los virus. Si de todos modos desean seguir los dictados de la medicina tradicional, sepan que para los resfriados con fiebre, el remedio más usado en el país del comunismo inocuo consiste en mezclar diez partes de Wu Hui con diez de Chu, añadirle seis partes de Hsí Hsin y cuatro partes de Kuei en una cacerola de agua hirviendo. La evacuación de orina atribuida al brebaje garantiza la curación durante la noche. Yo casi prefiero pasar fiebre.