Quién iba a decir que los restos encontrados el 14 de julio de 1624 en la cueva del monte Pellegrino, cerca de la ciudad de Palermo, e identificados con los de una joven eremita que vivió en el siglo XII, Rosalía, iban a volver a ser invocados en el siglo XXI. El culto a esta joven asceta se difundió por toda Europa en el siglo XVII gracias a dos hechos: el primero fue que el traslado de los restos a la catedral de Palermo y el cese del brote de peste que estaba asolando a la ciudad por aquel entonces se viesen como una intervención directa de la santa y, el segundo, que uno de los pintores más importantes del momento, Anton van Dyck, coincidiera por esas fechas en Palermo, ayudando con sus pinceles a codificar y difundir la imagen de devoción de la santa por toda Europa.

La humanidad ha evolucionado mucho en cuanto a medidas de higiene, de salud pública y de medicina, que hacen comprender mejor los motivos por los que un cuerpo vivo es atacado y cómo podemos protegernos. Sin embargo, en el siglo XVII, todo esto era una quimera. La población se veía devastada, una y otra vez, por epidemias y plagas, hambrunas, terremotos o inundaciones, que achacaban a la divinidad que se revelaba contra sus malas acciones. Eran calamidades enviadas por Dios (Yavé) para mortificar al ser humano, por lo que sólo cabía la oración y el sacrificio, en un remedo de las creencias paganas donde los dioses tenían que ser aplacados a través de holocaustos o dádivas, que en un esfuerzo de esa población acosada lograban realizar confiando que el mal que la asolaba cesase.

En pleno siglo XXI, volvemos a sentir ese desamparo que vivieron los hombres y mujeres del siglo XVII. Las medidas tomadas por la sanidad, el gobierno, los propios ciudadanos, son pocas. Esto parece que no se detiene. Sólo nos llegan las cifras de afectados, y sólo aumentan. No hay forma de detener esta ola que lo arrasa todo. Nos engulle y no sabemos cómo vamos a salir. El hombre vuelve a sentir su pequeñez ante la inmensidad de la naturaleza, ante el poder de un pequeño microrganismo que logra desbaratar las sociedades más avanzadas, pero inútiles en lo básico: la compasión y el poder del grupo por encima del individuo.

Estos días, leyendo, escuchando y viendo las noticias, donde hay personas que se creen que están por encima del resto, he recordado esa imagen de Santa Rosalía que nos ha regalado Van Dyck. Una joven aislada, sola en su cueva, que lo único que puede ofrecer es compasión por sus semejantes, señalando con sus manos suplicantes hacia la Humanidad concentrada en el pequeño núcleo de población que se ve al fondo. Una actitud que compensa con la mirada puesta en lo alto y su mano en el corazón. Van Dyck está sintetizando en una bella alegoría la esperanza de la Humanidad en el individuo, que olvida su pequeñez ante todo lo que le rodea para ocuparse del otro. La muerte está presente, claro, como parte intrínseca de la vida, pero ésta queda relegada por la trascendencia del ser humano. Un libro cubre la calavera. El poder de lo que el ser humano es capaz de crear y hacer trasciende esa mortalidad. Santa Rosalía se eleva aquí como un estandarte de esperanza, de todo lo bueno que hay en el corazón de cada ser humano, donde sólo cada uno de nosotros podemos entrar y decidir.

Santa Rosalía vuelve al siglo XXI gracias a la genialidad de los pinceles de Anton van Dyck, con un mensaje tan universal como lo fue para los hombres y mujeres del siglo XVII: no somos más importantes que el resto, pero sí podemos hacer todo lo que está en nuestras manos para ayudar a otros.

Los símbolos en estos momentos cobran más sentido que nunca. Los ritos a los que nos apegamos en horas concretas del día son necesarios. Eso lo sabían bien en Palermo en 1624, y poco importaba si los restos hallados fueran de la santa del siglo XII o de una cabra. Su poder para unir a la sociedad y para creer en el poder de todos está intacto.