Cuando escribo esta columna, hace un rato que empezaron a llegar mensajes de ánimo. Llenos de ternura, esos mensajes. Y de tristeza, también de tristeza. Se ha muerto Luis Eduardo Aute. Sabía la gente de los mensajes que éramos amigos. Desde hace no sé cuántos años lo somos. Si existe eso que se llama amigo del alma, en el sentido que tal vez lo escribiera Miguel Hernández, eso éramos.

El tiempo a veces es una mierda. Nos trae lo peor, la noticia más triste, ésa que te lleva hasta el rincón más apartado de la casa y maldices en un susurro lo que escribía García Lorca en Poeta en Nueva York: la vida no es buena, ni noble, ni sagrada. No sé cuántas veces coincidimos, ni los sitios incalculables donde compartimos libros, abrazos y canciones. Desde que la música pinta algo en mi vida (y mira que pinta) está ahí el artista más del Renacimiento que he conocido nunca. Cada cual tiene sus códigos y el nuestro era «Las cuatro y diez», seguramente la canción suya que más me gusta. Cuando no lo conocía y me inyectaba en vena sus canciones, cómo iba a imaginar que una tarde de tantos años después, en la librería madrileña Sin Tarima, cantaríamos juntos esa canción en la presentación de una de mis novelas. Espero que me permita una risa -aunque sea a medias- al recordar aquella tarde en compañía del grupo Los Taburos, que desde Vilamarxant había acudido conmigo para ambientar la presentación.

Pero era Aute, como digo, un artista sin menguas de ninguna clase. Tocaba todos los palos. El cine, la pintura, la poesía, la música, las canciones. Y, sobre todo, tocaba los palos que más lo definían: la coherencia y la generosidad. Nunca cruzó otra frontera que no fuera la de ser leal a sí mismo y a la gente que amaba, a lo que hacía sabiendo que a veces estamos justo al borde de traicionar y traicionarnos. Nunca lo supe ajeno a lo que se cocía en el mundo, ese mundo que a dos por tres se te vuelve del revés y te agarra por la espalda para convertirte en otro. Nunca fue otro, Luis Eduardo Aute. Hablamos a ratos de Rimbaud y me metió entre el corazón y las costillas la poesía de Carlos Edmundo de Ory, uno de sus maestros. Hubo un momento beatle en su vida: John Lennon era su ídolo. Yo le discutía la preferencia: prefiero a Paul McCartney. No nos poníamos de acuerdo. Yo le castigaba el orgullo: donde esté «Yesterday»€

El orgullo mío, el más grande, es haber sido su amigo. No sé si alguna vez encontré alguien que fuera más generoso. Bastaba una llamada para que te contestara como en el bolero: si tú me dices ven€ Así era Aute, el que yo conocí, el que ustedes seguro que también conocen. El mismo que nos pone en pie -aunque ahora se haya muerto- los millones de veces que escuchamos «Al alba». La gente lo quería. Lo va a seguir queriendo. Tenía setenta y seis años y nunca perdió el sentido del humor en su vida y en sus canciones. Hace unos años la vida se le torció y lo dejó en standby dentro de una espera interminable. La nuestra, nuestra espera, la que no renunciaba a verlo de nuevo en los escenarios. Lo vamos a seguir viendo, aunque sea desde muy lejos, que es también una manera de ver a la gente a la que queremos con locura. Y hablando de locuras, les dejo con las palabras de Miguel Munárriz, uno de sus mejores amigos, con quien he compartido muchos de esos momentos de espera: «Siempre has sido libre, y no te ha dado miedo proclamar esa locura».