En este tiempo de pandemia, el principal compromiso que se nos exige a la población en general es el de quedarnos en casa. Sin embargo, el aislamiento social es un lujo que no todo el mundo puede permitirse. Lo es para quienes deben salir cada día a la calle a buscar sustento, o para los que pasear no es una distracción sino una terapia.

La crisis sanitaria ha desencadenado efectos en la vida social y laboral de todos nosotros, ciudadanos y ciudadanas del primer mundo, pero sin duda, con mayor incidencia en los colectivos más vulnerables. Nos creíamos privilegiados, viviendo en nuestra burbuja del Estado del Bienestar, pero nos hemos quitado la venda de los ojos y ahora tenemos que enfrentarnos a la terrible desigualdad que había detrás de las puertas de muchas casas. Quien más y quien menos ha descubierto que algún compañero de sus hijos no tiene internet u ordenador con el que poder seguir las clases. Muchas comunidades de vecinos se han dado cuenta de que en sus escaleras había personas vulnerables, mayores solos que no tienen con quien hablar. Algunos han entendido por primera vez qué significa el autismo o el TDH, cuando lo han escuchado en el informativo, alertando de agresiones verbales a quienes no tienen más remedio que salir a la calle para superar una crisis. Todos son ejemplos de situaciones de vulnerabilidad con las que convivimos a diario, pero a las que nunca habíamos prestado demasiada atención.

Después del paso de la COVID-19 por nuestras vidas quedará mucho trabajo por hacer; tendremos que poner en marcha ambiciosos planes de restructuración en todos los ámbitos: económico, empresarial, industrial, pero, sobre todo, social. Y digo, sobre todo, porque el futuro de nuestro modelo de convivencia dependerá en gran medida del tipo de recuperación que decidamos emprender. Demostremos que hemos aprendido algo de crisis pasadas y coloquemos al individuo en el centro de la política. Las medidas de austeridad adoptadas en el pasado no hicieron más que profundizar en la desigualdad y la pobreza.

En la Comunidad Valenciana, los últimos años nos hemos centrado en recuperar derechos sociales y en reforzar los pilares de nuestro Estado del Bienestar, pero es muy posible que a partir de ahora debamos replantearnos qué implica esto hoy en día. Estamos acostumbrados a entender que nuestro modelo político se cimenta en los principios de igualdad y justicia social (al menos para las personas que nos situamos a la izquierda del arco parlamentario), y creemos que el Estado debe procurar un estándar de vida digno que conlleve atención sanitaria, educación y servicios esenciales. Esta pandemia nos ha obligado a redefinir estos «servicios esenciales». Ahora quizás entendamos por necesidad vital básica tener a alguien que se preocupe de nosotros cuando nos hayamos quedado solos en el mundo. Es muy posible que nos convenzamos de que el acceso a internet debe ser un servicio básico, sobre todo si hay escolares en casa. En España 2 de cada 10 hogares no tienen ordenador y 1 de cada 10 no tiene acceso a internet.

A partir de ahora apreciaremos la importancia del Estado y de lo PÚBLICO, con mayúsculas. Valoraremos como se merecen al personal sanitario, maestros y profesoras, servicios de limpieza, cajeras de supermercado y reponedores, transportistas, etc; algunas de ellas, profesiones cuyos sueldos pagamos con nuestros impuestos. Recordémoslo la próxima vez que alguien nos venga con la capciosa idea de que nos iría mejor pagando menos impuestos. Nadie da duros a 4 pesetas.

La crisis sanitaria ha sacado lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Por un lado, una enorme ola de solidaridad y generosidad ha invadido nuestros balcones y ventanas, nos reconocemos en el vecino de al lado y empatizamos con él. Pero por otro, el confinamiento ha mostrado nuestra peor cara, la de la intransigencia y la desconfianza. Esta situación nos atraviesa a todos y a todas, pero no con la misma magnitud.

Todas las personas con responsabilidades políticas vamos a tener que tomar decisiones muy difíciles. Va a haber un antes y un después del Coronavirus, y la gestión más complicada va a ser cómo recuperarnos sin dejar a nadie en el camino. Una vez hemos sido conscientes de nuestra vulnerabilidad y de cómo afecta a los colectivos más desfavorecidos, el postCOVID-19 tiene que cambiar las cosas; debe poner en primer plano la desigualdad, desestigmatizar las enfermedades mentales, integrar de forma activa a las personas mayores en nuestras vidas, integrar a los menores vulnerables€ En definitiva, visibilizar la cara más amarga de nuestro precioso mundo para que podamos cambiarla.

Y ahora preguntémonos: ¿Quién se está encargando de ese otro mundo que no vemos? El aislamiento, la higiene y la investigación no son opciones viables para el Tercer Mundo. Ya no podemos seguir mirando para otro lado.

¿Qué sociedad nos quedará después del Coronavirus? Espero que una más justa.