Es imposible conocer en estos momentos el alcance de la crisis de la Covid-19, pero lo que nadie duda es que cambiará nuestras vidas como pocas cosas lo han hecho en la historia. Y ya no solo en el marco de la crisis social y económica en la que estamos inmersos, sino que el cambio será más profundo. Probablemente nos observemos de manera diferente como humanidad, la percepción que tengamos de nuestros vecinos cambie definitivamente, podamos diferenciar mejor entre las decisiones que han sido acertadas o erróneas€ De alguna forma nos vamos a considerar más vulnerables, conscientes de nuestra fragilidad. Y esa autopercepción, que podría entenderse como un desacierto, seguramente sea el primer paso hacia una manera alternativa de entendernos en el mundo.

Si en este periodo de confinamiento les apetece leer filosofía política, a quienes no lo hayan hecho les recomiendo un libro que les ayudará en momentos de incertidumbre: «Los orígenes del totalitarismo» (Alianza) de Hannah Arendt. Arendt fue quizás la pensadora del siglo XX que más meditó sobre el sufrimiento, el perdón y la condición vulnerable de las sociedades, y en buena medida llegó a sus conclusiones a través de la experiencia en carne propia (otros pensadores, como su amigo Walter Benjamin, no sobrevivieron a la experiencia). La consciencia de la fragilidad es el primer paso para reconocer nuestros límites y para revelar cuándo determinados agentes públicos o privados, llámense maltratadores, multinacionales o gobiernos, quieren violar esos límites y apoderarse de nuestro espacio, nuestra vida o nuestro cuerpo. El pensamiento totalitario, que por necesidad es dicotómico (bien contra mal, acertado contra errado, anticuerpos españoles contra virus chinos) es incapaz de comprender la fragilidad porque ésta siempre es un punto intermedio entre la soberbia y la debilidad. La soberbia y la debilidad son incapaces de delimitar intermedios, de hacerse sombra en intersecciones del pensamiento, porque entienden que su pensamiento siempre es el acertado y el unívoco; por eso es soberbio o débil. La conciencia y aceptación de la vulnerabilidad es la única que puede abrir nuevos horizontes y diseñar caminos hacia ellos. ¡La vulnerabilidad es resistencia!, exclaman filósofas feministas como Judith Butler o Zeynep Gambetti desde dos extremos del mundo como son Berkeley y Estambul.

¿Quién no se ha sentido más frágil estos días de confinamiento? Solo los necios, sin ninguna duda. Afortunadamente la mayor parte de la humanidad no lo es, y en esos espacios de soledad -si no física, sí mental- que nos ha proporcionado el Covid-19 y que ha convertido a la rutina (pasear al perro, comprar el pan) en excepción codiciada, hemos sido quizás más conscientes que nunca de nuestra fragilidad. Mientras escuchamos las medidas del Gobierno, la extensión mundial de la crisis, las cifras, hemos podido reflexionar sobre la diferencia entre los que proponen soluciones y los que solo se quejan; entre los expertos y los que acaban de imprimirse el carnet de epidemiólogos; entre los que afrontan la crisis pensando en cómo salir de ella fortalecidos a largo plazo y aquellos que se revuelven felices en la ciénaga de la desesperación echando siempre pestes de las decisiones de los demás desde el supuestamente inmaculado pedestal de la neutralidad. Ya no nos conformamos con la simple opinión, queremos saber qué hay detrás de ella. La vulnerabilidad, aunque pareciera imposible, nos ha hecho más perspicaces, más exigentes y más críticos. Y resulta paradójico por su origen, pero eso implica finalmente ser más fuertes.

Naciones Unidas se refiere ya al día después de la crisis. El día en que nos levantaremos, podremos salir de casa sin peligro, y empezaremos a reconstruirnos. Ese día no veremos de igual manera a nuestro personal sanitario, a la transportista, al cajero del supermercado o a la persona que barre nuestras calles todos los días o limpia nuestras oficinas. La crisis de la Covid-19 probablemente cambie nuestra percepción sobre el cambio climático y la sostenibilidad de la naturaleza, sobre la necesidad de un Estado con capacidad de tomar decisiones necesarias en momentos de emergencia, sobre el sistema impositivo por el que los que tienen más tienen que pagar más, sobre un modelo de consumo que ya no puede sostenerse en centenares de coches desplazándose a un centro comercial. Nuestra percepción habrá cambiado, y eso significará que seremos una sociedad más fuerte y más consciente de su fragilidad.

Los políticos y las personas que hacemos política (aunque la distinción puede parecer exclusivamente semántica les aseguro por experiencia propia que no lo es) que hemos participado en la gestión de la crisis de la Covid-19 también hemos reflexionado sobre ella. Es nuestro deber más como ciudadanos que como servidores públicos. Y quiero hacerles partícipes de la más importante de las conclusiones fruto de esa reflexión: el día después ya está aquí, es hoy. Es ahora cuando estamos decidiendo quiénes vamos a ser mañana y qué sociedad queremos que emerja en la postcrisis: si la misma, a la que no le importa repetir los mismos errores con tal de regresar a una forma de vida que algunos mitificarán y que no volverá; o una alternativa, más saludable, más sostenible, resiliente, comprometida con las generaciones futuras, y sobre todo consciente de su vulnerabilidad y de la fuerza que reside en ella.

Como habrán supuesto acertadamente, me incluyo en la segunda perspectiva.