La caída del muro de Berlín en 1989, el atentado de las Torres Gemelas en 2001 y la crisis del COVID19 son tres acontecimientos que marcan el devenir de un orden mundial distinto al que conocemos.

Estoy convencido que cuando se estudien nuestros tiempos con más perspectiva y, sobre todo, con visión estratégica estos tres acontecimientos producidos en un periodo de treinta años y, en principio, sin correlación alguna, se entenderán como uno sólo, consecuencia del mismo proceso que estamos viviendo.

Si además añadimos la incorporación del correo electrónico en la década de los 90 y la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio en el año 2001, nos adentramos en un proceso que cambiará nuestro estilo de vida y la sociedad tal como la conocemos en la actualidad.

Peter Drucker, el pensador y escritor con más ascendencia sobre mi pensamiento estratégico, anticipaba en su artículo «El gran cambio en la sociedad» la transformación de la sociedad postcapitalista en una sociedad del conocimiento. En mi opinión, hemos superado esta nueva sociedad y estamos en proceso, en una transformación, hacia una reordenación de nuestros valores, creencias, estructuras sociales y sistemas económicos.

Los valores humanos, los principios universales y naturales que nos rigen son innatos, perdurables y trasladables a cualquier lugar. Por lo tanto, en el proceso, aún siendo los mismos, se verán afectados en su prioridad y orden de preferencia.

Las estructuras sociales y económicas sí que están cambiando. La clase media aprecia cómo su principal valor, la estabilidad, se va diluyendo y está despareciendo. Parece como si este soporte de la estructura horizontal de la sociedad, clase alta, media y baja, se transformase en una estructura vertical entre personas con estabilidad económica y personas con inestabilidad económica. Y, además, con gran riesgo. Y es que, por un lado, una familia puede estar en la estabilidad económica, bien por contrato laboral o por una pensión, pero con unos ingresos que no le permitan mantener un mínimo o digno nivel de vida. Y por otro que los que tienen inestabilidad económica se adentren en un estado de vulnerabilidad, bien por la precariedad y temporalidad de sus trabajos o de sus ingresos como trabajador autónomo.

Desde un punto de vista más genérico, la sociedad civil y empresarial están desarrollando mayor peso específico y sus nuevas formas de organización cobran protagonismo, influencia y poder frente a las instituciones públicas. Nos adentramos en una revolución de la gestión y, por lo tanto, en una revolución de la organización.

A nivel mundial, ya no es tanto una dicotomía norte vs sur, el debate es cúando pasaremos de ser un mundo Atlántico, con Europa en el centro del mundo, a un mundo enfocado al Pacífico entre USA y China.

En definitiva, nos tenemos que preparar para solucionar problemas que aún no existen, en un entorno desconocido y con herramientas todavía no inventadas. Nos tenemos que preparar para reinventarnos y adaptarnos. No es una cuestión ni de ser más fuerte que el otro, ni más inteligente que el otro, es una cuestión de adaptación.

Por ello, la educación y la formación tienen un gran reto por delante. Cómo nos preparamos para que de nuestras tres habilidades: el conocimiento, la aptitud y la actitud, sea ésta última la que, también, se forme y eduque. Cómo somos capaces de despertar y dirigir la curiosidad e inconformismo de nuestros alumnos hacia objetivos nobles y ordenados.

Porque no le quepa la menor duda, este escenario es campo de cultivo para el populismo, para los que se indignan porque la sociedad es imperfecta y los que se cabrean porque los sistemas fallan, para los extremos de izquierda y de derecha. Para todo pensamiento que hace de la frustración, del miedo y la inseguridad un ideario.

Por ello, pese a todo, sabiendo que nadie se puede quedar atrás, que hay que establecer todas las ayudas necesarias para quien lo necesite y el tiempo que lo necesite, sabiendo y haciendo lo que socialmente y económicamente haga falta, me atrevo a decir, después de más de dos semanas de estado de alarma, mirando a cómo vivíamos tan sólo hace tres semanas, que no teníamos una mala vida, que no era tan mala nuestra forma y nuestra sociedad, en definitiva, que no había tantos motivos para la indignación o el cabreo como algunos nos hicieron creer. Por ello, quiero mirar, pese a todo, con ilusión y esperanza al futuro porque, en definitiva, éste será consecuencia de nuestros actos y decisiones. Seremos protagonistas de nuestra propia historia y todo dependerá de si sabemos estar a la altura.