Hace unos pocos días, a través de la pantalla, comentaba con mi colega Laura Vallés, co-editora de la revista Concreta, el desacuerdo con la expresión «distanciamiento social»; pensábamos que debería hablarse más de «distanciamiento físico», pues el «social» implica una serie de consecuencias nada optimistas para la vida en comunidad, cuando ahora, más que nunca, crear redes de cuidado y ayuda debiera estar en el centro de cualquier desempeño público y privado; especialmente para aquellas personas y colectivos en situaciones más precarias „no solo económicas, sino también y sobre todo, sociales„.

En el ámbito de la cultura el concepto de «distanciamiento social» resulta aún más peligroso pues, independientemente de que su consumo pueda ser privado, la cultura se construye colectivamente, públicamente; la cultura propone espacios de encuentro, lugares de sociabilidad e intercambio, lugares de conversación, de atención mutua y de diálogo. A su vez la cultura va de la mano de la fiesta, en su mejor sentido, se muestra en el «estar juntos» de los cuerpos, en la circulación libre de ideas, y, por qué no, en una cierta distensión de la «norma», todo lo contrario al «orden» que impone el aislamiento y el control. Bohemia, titiriteros, teatreros, artistas, cognitariado? todos formamos una clase cultural que manifiesta, la mayoría de las veces y en su precariedad, su capacidad de resiliencia y supervivencia crítica.

En estas circunstancias el horizonte para la cultura está cargado de una incertidumbre que se incrementa por la baja consideración social y el desinterés político „como demuestra la ausencia de una ley de Mecenazgo decente a nivel estatal„. No podemos pensar que tras esta crisis la cultura se reactivará de golpe y sin apoyos, de ahí que, en lo económico, a nivel fiscal y de financiación, las medidas extraordinarias como las que plantean las mesas sectoriales y asociaciones del sector cultural o el conseller de Cultura de la Generalitat Valenciana son absolutamente necesarias. Pero esas medidas deben ir acompañadas de una consideración de la cultura como bien de primera necesidad; como el sustrato donde podamos encontrarnos colectivamente y compartir nuestras historias, nuestro trabajo y nuestra creatividad. Y ahí necesitamos medidas sociales, desarrollar nuevas formas de pensar y de que nuestros cuerpos actúen juntos.

Hablando desde la experiencia de Bombas Gens Centre d'Art, el centro de arte de la Fundació Per Amor a L'Art del que actualmente soy directora, nuestro programa ha tenido siempre una vocación simultáneamente local y global, de modo que de esos dos ejes hemos hecho una ecuación que pasa siempre por establecer redes de trabajo y acción en los dos ámbitos. A nivel de comunidad con proyectos a largo plazo desarrollados con grupos o instituciones de cercanía, o mediante un equipo de mediación que trabaja para que todos nuestros públicos puedan ser más partícipes de nuestras propuestas. A nivel global estableciendo redes de coproducción con instituciones en el estado español y fuera de él, o mediante la inclusión en nuestros programas de teóricos y artistas internacionales y también a través de nuestro archivo online. La cultura no puede tener fronteras ni replegarse en nacionalismos varios, el arte es un espacio extraterritorial que permite el encuentro: la cultura es relacional. Hablar desde un lugar para poder conversar con los otros, porque la cultura hace comunidad, pero se construye globalmente.

Estoy de acuerdo con Naomi Klein cuando afirma que esa pretendida «normalidad» a la que queremos volver es la «crisis», y que posiblemente tengamos que pensar en un corrector que vaya más allá de esa normalidad de un sistema neoliberal que nos engulle a todas. Es, desde luego, el momento de pensar cómo trabajar más localmente, pero también más globalmente en la cultura, sin depender tanto de un paradigma basado en el consumo masivo, en la hiperestimulación, en la movilidad y en el mercado, que ya estaba dando signos de agotamiento.

Sin embargo, no creo que ese cambio de paradigma pase por un repliegue, ni consista en hacer menos exposiciones «grandes o internacionales», o en hacer «exposiciones virtuales». Es posible que sí sea hacer menos, en general, y más despacio, desacelerar y a la vez profundizar en la recepción de cada propuesta. No solo controlar aforos hasta que pase todo, también desarrollar modos de investigación que puedan ser públicos, abiertos a la ciudadanía, de los que se puedan beneficiar más personas. Hacer de las exposiciones parte de un proceso que comienza con la investigación y no termina con su inauguración. La tecnología no puede suplir el encuentro, la experiencia de los sentidos, del cuerpo, pero puede ayudar mucho en la comunicación, en el desarrollo de un espacio discursivo. En este momento en el que la visibilidad se dirime en las redes y en las webs de los espacios culturales podemos aprender mucho de proyectos interesantes que utilizan ese espacio en las claves mencionadas.

Pero quizá lo más importante es que si esta crisis, también en lo cultural, demuestra algo, es que necesitamos un nuevo contrato social que pase por una recuperación de lo público y lo comunitario, porque la privatización de la vida y el aislamiento social produce sociedades segmentadas y desiguales, imposibilitando el acceso, en general, a grandes capas de población. Sabemos que nuestros cuerpos tardarán en «estar juntos», pero cuando puedan debemos defenderlo, porque ese «estar juntos» no es, en absoluto, una práctica obsoleta.