Vox está desesperado. Miles de cuentas robotizadas no cesan de rebotar fake news, de propalar infundios, de escupir valoraciones sazonadas con el odio más estéril. Son centenares de miles de twitts, lanzados desde decenas de miles de cuentas recién creadas, con noticias maliciosas, como por ejemplo, que había dos ambulancias con UCI incorporada frente a la casa de Pablo Iglesias. La forma en que se refieren al Presidente del Gobierno es indigna, y la forma en que pretenden culpabilizar a Podemos del virus, infame. Todo ello se produce desde cuentas semi-automatizadas, pero controladas por especialistas que redirigen los mensajes de forma masiva. Lo hemos visto en Homeland y sabemos dónde lleva ese clima de agitación. Abascal lo manifestó con claridad al proponer un gobierno de solo cuatro ministerios, implicando torpemente al rey en esa operación golpista.

La desesperación viene de la íntima convicción de que el Covid-19 desmonta su tempo de escalada y somete su estrategia a un escenario imprevisto y lleno de riesgos para sus insensatos planes de futuro. De ahí que deseen disponer a su favor el nuevo horizonte. Pero hay más elementos que sugieren que la desesperación brota de que saben que se juegan su futuro en este envite. Su mayor riesgo es que el Gobierno controle la situación. Esa es su amenaza, y lo saben tan cierto como alguien que ya tiene dictada su sentencia. Hay muchos motivos para que estén inquietos, pero ahora tendrán que escarbar en los asuntos más siniestros para hacerse oír. Dejarán de ser verosímiles para la mayoría. Para que no se genere rechazo en el público, ese tipo de mensajes tienen que emitirse en una escala graduada que vaya disponiendo la recepción. Cuando se pretende acelerar el ritmo, se pierde eficacia. Y tienen que hacerlo para quebrar la disposición de la gente a la esperanza.

Vox ha operado hasta aquí de forma mimética al Podemos originario. Su estrategia pasaba por preparar una crisis política semejante a la de 2008, ya fuera por una intensificación del conflicto catalán, ya por una crisis económica que pudiera culpabilizar al Gobierno. Sin culpa, algo que era central en la crisis de 2008, Vox no tiene esperanza de que la gente se dirija hacia su formación. Sin embargo, la crisis del Covid-19 no tiene nada que ver con la del 2008. No viene producida por la corrupción política, como aquélla. No tiene rostros ni apellidos. No hay culpa clara. Su irrupción no genera indignación. Mal que bien, la gente se sobrepone proyectando su esperanza en el sistema público de salud y recibe cada noticia alentadora con gratitud y alivio.

Al insistir en la vieja estrategia de indignación como fuente de apoyo, Vox ha tenido que desplegar toda una campaña para culpabilizar a las instituciones. Atacan a Pedro Sánchez, pero en realidad atacan a todos los gobiernos en ejercicio, pues Vox no tiene realmente solidaridad con ninguno, ni le interesa para nada que las instituciones funcionen. Que esté presente en algunas de ellas no significa fidelidad, ya que su agenda no pasa por defender la democracia. Si las cosas estuvieran algún día en el grado de intensidad que ellos desean, sería el momento de impulsar la agenda Orbán. Saben que el grado de excitación que se requiere para atraer nuevos votantes debe inducirse de forma tecnificada. Su finalidad es que se alcance el nivel de indignación que en 2008 era natural.

No lo han logrado y por eso andan a la desesperada. Pero si en esta circunstancia no lo consiguen, van a tener difícil lograrlo. Primero, porque si la actitud de la población es serena y responsable, ofrece un plebiscito a favor de la democracia. Segundo, porque la crisis aleja el foco de lo que Vox desearía que fuera el asunto central. Rufián, con buen sentido, decía el otro día que si ahora mencionara la autodeterminación, la gente le tiraría a la cabeza el mando a distancia. Tercero, porque el país se ha puesto en marcha contra la pandemia de un modo eficaz. Con lentitud al principio, es verdad, pero la investigación sigue en marcha, la alimentación se garantiza, el Estado funciona, la industria se reconvierte. La base civilizatoria de nuestro país es humilde, pero sólida.

Nada que ver con la crisis de 2008, en la que las acciones de nuestros representantes nos dejaron la impresión de que bajo nuestros pies se abría el abismo. Lo que sucede ahora no provoca indignación. Puede producir inquietud y miedo, pero solo con ver cómo trabaja todo nuestro personal sanitario, eso ya nos consuela de un modo inolvidable. Nos da seguridad de que la tragedia será amplia, pero no general. Desde luego, en el 2008 no lo teníamos tan claro.

Por primera vez en mucho tiempo comentaristas, escritores, publicistas hablan sin ambages y con firme convicción de «los nuestros». Esos diversos colectivos están en primera fila, visibles ante todos, y cuando apreciamos esa actuación, se abre, se amplía, se multiplica el sentido del «nosotros». La muerte de más de una decena de miles de compatriotas, como en las grandes epidemias medievales, ha hecho regresar la metáfora del cuerpo místico. Lo escuchamos en la boca del Presidente Sánchez en su mensaje del pasado sábado. Ese fue el concepto básico del republicanismo histórico, con su intensa capacidad de integración. ¿Cuánto tiempo hacía que no lo escuchábamos? Cuando esta mentalidad se impone desde la experiencia viva, se esconden en su desesperación los que dividen entre amigos y enemigos, que es por cierto una miserable herencia de la diferencia entre vencedores y vencidos a la que Vox no ha renunciado.

Pero Vox tiene motivos adicionales para la desesperación. El principal es que su patrono, el nido desde el que procede su estrategia y su técnica, también va a tener problemas para hacer verosímil su mensaje. Como el pasado 3 de abril escribía Henry Kissinger en Wall Street Journal, poco se va poder hacer a partir de ahora con los mensajes de «¡América Primero!» Ningún país puede ser ya el primero solo. Es más: ese empeño puede ser el camino más directo para ser el primero en sufrir la catástrofe. El Covid-19 va a alterar el orden mundial, y más vale que nos esmeremos en mantener las estructuras de orden allí donde estén, si es que no queremos equivocarnos. «Failure could set the world on fire», concluye Kissinger. En castizo: si nos equivocamos, podemos prenderle fuego al mundo.

Creo que Sánchez está en lo correcto al jugar con toda la fuerza la carta de la solidaridad europea. No sólo porque si no se financia bien la salida de la crisis se abrirá el resquicio por donde se puede colar la estrategia siniestra de Vox y de toda la legión de sus hermanos europeos. Lo que eso puede significar en el futuro es sencillamente poner en riesgo la democracia como forma básica de nuestra sociedad. Pero también porque la quiebra de la UE puede significar el sometimiento de nuestros pueblos y de nuestras tierras -de todos- a una dependencia de los grandes poderes mundiales como no lo hemos imaginado ni en la peor pesadilla. El Presidente del Parlamento Europeo lo ha dicho con todas las letras. Y Massimo Cacciari nos avisa: si no hay financiación europea para salir de esta crisis, la habrá china. El precio será alto, y lo será no solo en lo económico. Si alguien se siente inclinado a evitar tener la competencia china en Milán, ya puede comenzar a poner los medios.

Como siempre, los pronósticos solo pueden aspirar a presentar una cierta aproximación a los hechos futuros. No se pueden pronosticar los detalles. En este sentido convendría recordar que hay muchas formas de prender fuego al mundo, como dice Kissinger, un viejo y sabio diablo. Esa es la hoguera que desesperadamente anhela Vox. Y sus oscuros hermanos.