Son días de confinamiento y aunque la gente está valorando la preciosidad que supone salir al balcón y mirar el mundo y sus habitantes, la ventana que más se está utilizando estos días es la del móvil, introduciéndonos en el globo digital. Pero el mundo digital no es un reflejo del real. Es ficticio, es mentira. Soy periodista pero voy a desconectar. Desconectar de un mundo digital convertido en un auténtico estercolero. No todo el fútbol son Barça y Madrid y no todo Internet es basura, pero cada vez más, sobre todo por la expansión de las redes sociales. Hace unos días, una cantante valenciana hacía burla de un error ortográfico en un titular de Levante-EMV y decenas de personas se sumaban al acoso a la periodista, una magnífica profesional a la que conozco y cuyo trabajo aprecio. El supuesto humor era bullyng digital y pocos quisieron verlo. En el mundo digital se pierde la empatía, la proximidad, el matiz.

Las redes sociales no son un reflejo del mundo real. No, no lo son. Son una burbuja al servicio del capital económico, que crea perfiles ficticios para magnificar mensajes y acosar la decencia. La expansión de la extrema derecha responde a esas tácticas: Miles de perfiles falsos rebotando mensajes, convirtiéndolos en virales hasta que los medios de comunicación tradicionales caen inocentemente en el juego y convierten la mentira en verdad a través de sus páginas o telediarios. Facebook afirmaba hace unos meses tener 2.500 millones de usuarios activos mensuales, pero casi 400 millones de las cuentas son falsas. A finales del tercer trimestre del 2017, Twitter declaraba 330 millones de usuarios y -según los cálculos de su director ejecutivo, Jack Dorsey- había 16,5 millones de bots, aunque ese mismo año un estudio de las universidades de Carolina del Sur e Indiana estimaba que la proporción de bots era entre el 9% y el 15%, y que la cifra de perfiles controlados de forma automática estaba entre los 30 millones y los 48 millones.

La situación no ha hecho más que empeorar. La mentira que acaba convirtiéndose en movilización y alineamiento social masivo será considerada verdad. Una fórmula macabra que está provocando sociedades en las que campan a sus anchas movimientos racistas, homófobos o machistas. Los viralizadores más importantes de fake news han sido los gobiernos, instituciones, corporaciones digitales, partidos políticos o grandes fortunas, es decir, aquellos que tienen medios (y poder) para poder permitírselo. Antes existía el analfabetismo, ahora la sobreinformación que desinforma. Y, mientras, la población participa porque necesita sentirse parte de una comunidad que lo arrope. Y se crea un mundo digital cerrado, placentero, que le ofrece lo que quiere oír. El denominado sesgo de confirmación. Y en esa pequeña dictadura digital hermética las mentiras campan tranquilamente sin que exista quien las chequee, sin que nadie se preocupe por la verificación y las fuentes. Y la democracia peligra. Sin periodismo que sirva de fiscalizador del poder y sin verdades objetivas, la pluralidad y los derechos tiemblan.

Las grandes corporaciones de contenidos digitales controlan el mundo y se sitúan por encima de los Estados. Tucker, Theocharis, Roberts y Barberá se preguntan en el libro «From Liberation to Turmoil: Social Media and Democracy» cómo puede ser que las redes sociales hayan dado lugar simultáneamente a esperanzas de liberación en regímenes autoritarios pero hoy sean utilizadas por esos mismos regímenes para la represión. Por todos. Según Simona Levi: "Ante estas aparentes contradicciones, la respuesta que se plantea es que los medios sociales sí dan voz a los actores habitualmente excluidos de la discusión política por los medios tradicionales, pero, aunque democratizan el acceso a la información, luego la vuelven a encerrar como parte de esta misma lucha de poder, ya que no son inherentemente democráticos".

Es mentira. No hace falta conectarse al Twitter para estar informado. Tampoco es necesario conocer cada acontecimiento cinco segundos después de que suceda. Contamos en la actualidad con una sociedad que sabe de todo y no sabe de nada. Que protesta por nimiedades y es incapaz de alzar la voz contra injusticias que cuestan vidas. Las redes sociales han creado un mundo sin perspectiva, sin empatía, sin conocimiento. Para saber hay que recurrir a los viejos elementos: A los periódicos y a los y las periodistas. Los que vigilan al poder. No los que comen de su mano. Al trabajo, a la pausa, a la tranquilidad del análisis. Nada de correr, nada de ser el primero. Es por ello que los medios que han querido copiar la metodología frenética de las redes se han acabado convirtiendo en parte del problema, ayudando a generalizar el descrédito social.

En las redes existen burbujas, cámaras de eco y los investigadores han descubierto que cuando más tiempo se pasa en una plataforma se visitan menos páginas y se interactúa con menos gente. Te ofrecen lo que quieres oír, te protegen y te crean una navegación agradable. Así posibilitan que estés más tiempo en sus plataformas, tienen más datos sobre ti y después lo venden. Nada es gratuito en Internet. Tus datos valen dinero. Y los estás regalando por jugar al Candy Crash. El escándalo de Cambridge Analityca hubiese tendido que costar una revolución social pero no, en cambio, se ha convertido en Trump, el Brexit y Bolsonaro. Extrema derecha y mensajes de odio. Me bajo. A partir de ahora que no cuenten conmigo para alimentar la polarización social, la intoxicación del debate democrático y la belicosidad artificial. La vida es otra cosa, como bien se dice en el grafiti de la Calle Fernando el Católico de València. Necesitamos pausa, contexto y conocimiento. No necesitamos cuartear nuestras vidas con informaciones de 140 caracteres. La sociedad, para ser más democrática, necesita que la gente lea los mamotretos de Tolstói, no los tweets de Abascal.