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Renacimiento después del cautiverio

Crisis sanitarias que pusieron a la humanidad al borde del abismo

"Juntos lo conseguiremos". Sin duda. Confiados en las medidas que se van adoptando ("quédate en casa", "lávate las manos", "no hagas vida social"), en que la ciencia nos sacará del atolladero (a ver si luego invertimos más en ella) y en que, mientras tanto, los sanitarios y el ejército de trabajadores que mantienen nuestro mínimo vital sigan dando la talla y los recursos se movilicen como deben, estamos viviendo una pesadilla colectiva por más que le pongamos ingenio y humor, eso de lo que afortunadamente andamos sobrados. Fiel a su cita la primavera se instaló el pasado 20 de marzo.

La Historia recuerda crisis sanitarias épicas que pusieron a la humanidad al borde del abismo. Entre la realidad y el relato bíblico "las diez plagas de Egipto" sembraron muerte, desgracias y enfermedades para que el faraón liberara a Moisés y los suyos de su cautiverio. En la guerra del Peloponeso, la brillante Atenas del siglo V a.C. padeció una epidemia que la dejó mermada; los espartanos se alejaban temiéndola más que a las armas, hasta el gran Pericles fue su víctima. La "plaga de Justiniano", en el siglo VI, hizo perder un 25% de la población del Imperio bizantino. Periódicamente, siguiendo a épocas de malas cosechas, climas adversos o guerras volvió a cernirse sobre la humanidad "el mal" en forma de dolor y enfermedad. Sabemos las de la antigüedad que padecieron los imperios, los pueblos relevantes, los que escribían su historia; los otros las sufrieron en el anonimato.

Después de la decadencia de Roma, estabilizadas las sociedades medievales, extendido el Islam, los reinos europeos quisieron abrir caminos comerciales alternativos. Las Cruzadas para liberar los lugares santos, además del componente religioso, tenía ese otro de trazar nuevas rutas hacia el este. De los siglos XII al XIV proliferaron las ciudades, al amparo de intercambios o de rutas de peregrinación. El"Camino de Santiago" vio resurgir burgos y pueblas por doquier. Los monarcas se apoyaron en las ciudades, para alzarse sobre los varones feudales o nobles díscolos, otorgándoles fueros y cartas pueblas que liberaban a sus moradores de tutelas señoriales: "el aire de la ciudad hace libre". Puertos, vías fluviales, sendas de comunicación vieron crecer ciudades que se embellecieron con catedrales y palacios, tiendas, artesanos, mucha gente junta. Pero no eran lugares idílicos como las nuestras. Había insalubridad por doquier, aguas estancadas, basura, oscuridad, y vida y prosperidad, todo junto.

Y en esto llegó la más macabramente famosa de cuantas epidemias padecieran en Europa, Asia y África, el mundo entonces: la peste negra. La mitad del siglo XIV (1347-1353) fue un tiempo aciago. En estimaciones pudieron haber muerto 100 millones. La población de la península Ibérica pasó de seis a dos millones de habitantes. La ciudad comercial sufrió el impacto de la peste que se propagaba rápidamente por las rutas marítimas y fluviales, por las rutas terrestres de intercambio o peregrinación iba más lenta pero inexorablemente llegaba, escondida en las pulgas de las ratas que, compañeras ambas del hombre, abundaban en barcos, carros o graneros. Aunque el campo no estuvo libre, las ciudades se llenaron de muerte y se vaciaron de vida. Nadie se acercaba a las ciudades apestadas, por eso a la enfermedad le siguió el hambre, la falta de cuidados y el abandono de niños y ancianos. La vida nueva y la sabiduría vieja se perdieron.

Pero hubo un Renacimiento, siempre lo hay, y se crearon reinos e imperios fuertes. La "muerte negra" reaparecía cada vez que la adversidad en forma conjunta de guerras y hambres estallaba. El final del siglo XVI fue terrible. La mitad del XVII también. Y la vida renacía cada vez. En las ciudades se contrataron barberos y cirujanos, se crearon hospicios y hospitales, se ampliaron las fuentes. El XVIII fue Siglo de las Luces. Todavía la capital del reino, la Villa y Corte, era un lugar sucio, un foco de infección. Carlos III, "el mejor alcalde", que había gobernado Nápoles, dictó la primera instrucción de limpieza de calles y recogida de basura en 1761, aguantando las burlas de sus súbditos que se resistían. Él con sorna diría: "mis vasallos son como niños, cuando se les lava lloran". Ida y vuelta con enfermedades, la viruela, vieja y terrible conocida, hacía estragos por doquier, en España y sus colonias, hasta que un inglés descubrió la vacuna y el médico militar Francisco Javier Balmis (1753-1819) emprendiera, con el permiso de Carlos IV, una Real Expedición Filantrópica (1803-1806) con 22 niños huérfanos inoculados que permitiría salvar a cientos de miles. La operación militar de ahora contra el COVID-19 se llama "Operación Balmis".

Los siglos XIX y XX son en esto de la ciencia, la técnica, la sanidad y muchas cosas más, un orgullo, aunque también una vergüenza ética porque las guerras irresponsables continuaron. Pero los avances nos permitieron conocer qué eran aquellas tremendas enfermedades infecciosas que provocaban el terror de nuestros antepasados. Ellos creían que las epidemias recurrentes resultaban de un castigo divino por los pecados de la humanidad. El pobre rey leproso Balduino IV (s. XII) no tuvo la suerte del otro al que salvó milagrosamente Jesús de Nazaret. Solo valía eso, los milagros y poco más.

Hoy sabemos que la lepra, la peste, el tifus o el cólera son provocadas por bacterias malas, estudiadas a lo largo del siglo XIX, aunque intuidas antes, por la mejora del microscopio óptico. Las enfermedades contagiosas víricas (gripe, fiebre amarilla, hepatitis, VIH o ébola) se nos resistieron más, porque los virus, dicen quienes saben, son más simples y cambiantes y solo fue posible su estudio una vez mejorado el microscopio electrónico, después de la mal llamada "gripe española" que desde 1917 dejó millones de muertos, sumados a los de la Primera Guerra Mundial.

Y llegados aquí con una medicina, ciencia y técnica que nos permiten hacer "virguerías" irrumpe el coronavirus, que no es, repiten, extremadamente letal, pero si extremadamente contagioso y cruel con los más débiles, poniendo a prueba nuestro modo de vida, además de nuestra vida misma. Los aficionados a las películas distópicas, esas de mundos destrozados en futuros apocalípticos a los que la soberbia, la sobreexplotación o la inconsciencia humana nos abocarían por pandemias terribles, recordarán títulos como "12 monos" (1995), "Soy Leyenda" (2007) o "Contagio" (2011), por citar algunas, series catastróficas aparte. Aún antes de este dudoso gusto, el cine nos había "regalado terrores sin cuento" como aquel Klaus Kinski, "Nosferatu" (1979), con su ataúd a cuestas por las calles desiertas de la comercial y bulliciosa Wismar asolada por la peste histórica. Jack Palance, extendiendo la muerte en la populosa Nueva York de "Pánico en las calles" (1950), fue en la pantalla la mejor justificación de la Organización Mundial de la Salud, creada en el seno de la ONU en 1948 porque tal como se había vuelto el mundo de interconectado era necesario un organismo que alertara de los riesgos sanitarios y aportara soluciones, aunque en situaciones críticas las estructuras supranacionales tiemblan y se impone el "sálvese quien pueda". A ver ahora, en nuestro entorno, si la UE demuestra que existe o este virus será su puntilla.

En todo caso la primavera está aquí. Bien hacemos cada uno cumpliendo lo que debemos y además de resistir, renaceremos, ¡ojalá que mejores!

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