Decía Ortega y Gasset, en una conferencia que se leyó en Bilbao, el 12 de marzo de 1910, que en el dolor nos hacemos y en el placer nos gastamos. España está hoy con un sufrimiento agudo y profundo. Como bien señalan muchos analistas, desde distintos aspectos, la pandemia del coronavirus va a señalar un antes y un después. Las cosas ya no serán igual, como si nada hubiera pasado.

Quizá, y siguiendo la estela de Ortega, es en este momento como estamos construyendo España, con nuestras voluntades haciéndose rectas, clarividentes y solidarias, porque el dolor golpea como cinceles el bloque de la zozobra que nos embarga y restablece la estatua de esa España magnífica en virtudes y rebosante de alegría. Podemos reconocer nuestro itinerario moral en aquel lema que Beethoven puso sobre una de sus sonatas: a la alegría por el dolor.

Acariciar el sufrimiento del enfermo uniendo su mano a la nuestra, aunque sea con guantes de látex, en ausencia de sus personas más queridas que no pueden hacerlo, es quizá el hermoso símbolo del amor y la esperanza. Un amor que nos funde en humanidad: la que palpamos en tantos que, durante estos días aciagos, se dejan literalmente la vida para darse sin contemplaciones y que, desde nuestros modestos balcones, aplaudimos puntualmente cada día a las 20.00 h.

Estamos muy orgullosos apoyando a esos kamikazes, como los ha titulado el New York Times al hablar de los sanitarios españoles, que se enfrentan con lo puesto y miran de frente a la muerte; y que son el colectivo al que más ha golpeado la pandemia del coronavirus.

Y un apunte más. Como dice Sánchez Cámara, la ilusión de la autosuficiencia humana solo puede quebrarse mediante el sufrimiento que sentimos como un zarpazo. El dolor es el último recurso de Dios para hacernos verdaderamente humanos, es decir, buenos y sabios. El dolor es el grito de Dios para despertarnos de nuestro letargo zafio y confortable, para indicarnos que esta vida es un peregrinaje: non habemus hic civitatem permanentem, sed futuram inquirimus, nos advierte el autor de la epístola a los Hebreos (no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura). Y como sugería Ortega, el optimista ha de ser más bien el que colige y amontona su dolor, religiosamente, solícitamente, sin que se pierda un adarme, y luego lo emplea como abono de futuras fecundaciones, macerando en él su energía, sus aspiraciones y su intención. El dolor es un severo cultivo; la alegría es la cosecha.