Es una experiencia que todos conocemos bien. Pasamos unos días enfermos y nuestro orden de prioridades cambia radicalmente. Cuando no puedes tomar determinados alimentos, un café con leche o una cerveza fresca se convierten en un deseo fantástico. Si no puedes levantarte de la cama, añoras con fuerza una ducha. Si la enfermedad es grave, el abrazo de un ser querido se convierte en el más preciado tesoro.

Cuando enfermamos nos damos cuenta de que lo más valioso de la vida es lo que normalmente hacemos más deprisa, sin concederle el valor y la importancia que tiene. Nuestra civilización ha tenido éxito en hacer habituales las cosas que más había valorado siempre la humanidad: salud, agua corriente, alimentos básicos, paz, seguridad. Y, quizás por darlas por seguras, tendemos a no darnos cuenta de su valor. Corremos obsesionados, en cambio, tras bienes que un día de enfermedad o malestar nos hacen parecer ridículos y carentes de sentido.

La enfermedad cambia el orden de prioridades y pone las cosas en su sitio. En sus momentos de ensimismamiento, rememoramos y nos repetimos las cosas que valen la pena. Nos comprometemos a que, cuando estemos nuevamente en forma, apreciaremos los bienes más sencillos pero más fundamentales; dejaremos de perder el tiempo persiguiendo cosas inútiles impuestas por la moda, los mensajes conspicuos de la publicidad y las redes. Sin embargo, cuando pasa el tiempo del malestar o la enfermedad, olvidamos nuestra voluntad de cambio.

Para compensar esta debilidad de las personas existen las ideologías, que recuerdan lo que los individuos deben considerar valioso y afanarse en conseguir. Marcan las prioridades de una sociedad e impregnan el modo de pensar, el sistema de valores y el curso de conducta de quienes viven bajo ellas. Es cierto que son, en gran medida, resultado de los discursos dominantes de quienes disponen del capital simbólico para extenderlas y difundirlas; pero no es menos cierto que, en sociedades abiertas y democráticas, si las ideologías tienen éxito es porque la mayoría de las personas las refrenda y sigue. Si no fuera así, difícilmente podrían imponer sus sistemas de valores y prácticas, modos de pensar, modelos de conducta o la lista de prioridades tras las que nos afanamos.

Las ideologías descansan en las mentes de las personas. Si estas no respondieran a las demandas y sugerencias de una ideología, dejarían de influir en sus vidas y, tras un período de desconcierto más o menos amplio, se conformaría una nueva ideología, un nuevo sistema de valores. Poco a poco la nueva ideología iría ganando adeptos y sustituyendo a la anterior, recordándonos a todos el nuevo marco de prioridades, indicándonos qué valorar, qué hacer y hasta qué disfrutar cada día.

Estos días de encierro por la epidemia -directamente por padecer uno mismo o algún allegado la enfermedad del coronavirus, por vivir en el temor a contraerla o en la necesidad de estar todos unidos para combatirla- las prioridades para cientos de millones de personas van a cambiar. Será un cambio a escala planetaria, y todos al unísono. Esperemos que más pronto que tarde el riesgo pase y todos -casi todos, algunos nos habrán dejado- podamos volver a hacer vida normal.

Quizás, como el día 2 de enero de cada año, las promesas particulares de cambiar de prioridades hechas durante el confinamiento cedan ante la vuelta a las prácticas habituales. Quizás volvamos a aplaudir en silencio cosas que no lo merecen, en vez de las que estamos aplaudiendo estos días. Pero seguramente esta vez, precisamente por la magnitud de lo acontecido, habrá algo diferente que irá surtiendo efecto poco a poco en el ambiente. Veremos el estertor final de la ideología dominante de estos últimos 50 años: el neoliberalismo y su discurso de que el mercado y la competencia lo resuelven todo. Que vengan ahora los adalides de esa ideología a decirnos que esta crisis se habría resuelto mejor con más mercado libre y con más competencia, con más bajadas de impuestos, con más privatizaciones, reduciendo el Estado al mínimo. Que se atrevan a repetir ahora todo eso, frente a los cientos de millones de personas que están, han estado o van a estar recluidos en sus casas con miedo a contraer la enfermedad, a causar daño a los más vulnerables, con su esperanza puesta en los servidores públicos. Que nos repitan ahora sus recetas infalibles para el incremento del bienestar general: ser más egoístas, más individualistas, que ya se encargará la competencia del mercado de producir un aumento de felicidad para todos. Ya.

Hace unos meses los jóvenes avisaron de que ya no les convence esta ideología ni sus prioridades, puesto que ven peligrar su derecho a heredar un planeta vivo y no un gran vertedero de plásticos. Estos días el grito sordo es aún más universal: tenemos que cambiar la lista de prioridades de las sociedades humanas ya que está en juego el futuro de la humanidad. Necesitamos, ya, una nueva ideología, un nuevo sistema de valores, que reconozca nuestra vulnerabilidad personal y también colectiva, y ponga el acento en la cooperación y la solidaridad, en el cuidado mutuo. Una ideología más espiritual y menos materialista. Es difícil adivinar cómo será esta nueva ideología. Lo que sí parece claro es que la ideología neoliberal del mercado dominante durante las últimas décadas ya no puede durar ni un minuto más.