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No hago pan

No, no hago pan. Ni he aprendido a coser mascarillas, así que tendré que esperar a que el suministro esté garantizado cuando sean obligatorias. Tampoco he empezado a hacer yoga -con mis problemas de espalda, sería una temeridad hacerlo sin supervisión-. Otra de las cosas que no he hecho es ver series. No tengo Netflix, ni Amazon Prime. He conseguido ver una peli -Seven, en versión original- simplemente porque lo he hecho decenas de veces y no requiere demasiado mi atención poder seguirla. Me gusta mucho leer y lo único que ha conseguido engancharme en casi un mes de cuarentena -de cuarenta- ha sido lo último del agente Pendergast traducido al castellano. No me concentro para hacer casi nada. Y, ahora que casi nadie me oye, les diré que tampoco sé qué escribir.

Estos días de sobreinformación coronavírica me llevan a la confusión. Procuro leer a quienes sí previeron la pandemia, esperando que esa lucidez se extienda al mundo que nos espera cuando podamos volver a salir de casa. También pienso en quienes toman decisiones; no me gustaría estar en su pellejo. Un paso en falso puede tener consecuencias desastrosas. ¿Con cuántos contagios se paraliza la actividad económica de un país? Y detesto a quienes estos días se dedican a aquello de 'cuanto peor, mejor'. Habrá tiempo de pasar cuentas. El gobierno tendrá que rendirlas; la oposición deberá estar a la altura. Eso va a exigir una lealtad por las dos partes que, hasta ahora, no hemos visto. Cuando salgamos de la crisis sanitaria, ya discutiremos cómo hay que enfrentar lo que vendrá: una crisis económica sin precedentes en las últimas décadas.

A la vez, siento que soy afortunada. Todos los míos están bien. Mis pensamientos a lo largo del día vuelven una y otra vez a quienes han perdido a un ser querido, sin poder despedirse siquiera; a todos los que han muerto en soledad. Les juro que es lo único que pido cuando salgamos de ésta es que las personas a las que quiero salgan indemnes. Luego, ya se verá. En otra contradicción, intento ser optimista: cuento cada día la gente que se cura, como agradecimiento a quienes lo han hecho posible.

No sé qué nos espera después: no sé si necesitaré un certificado médico para acercarme al mar a hacer natación -porque las piscinas estarán cerradas- sin que me multen, porque lo necesito. No sé cuándo podremos volver a tomarnos una cerveza en un bar. Pero todo lo que ocurre no tiene nada de romántico. No es una lección de la Madre Tierra, ni otras macgufferías por el estilo. Es un maldito virus para el que no tenemos vacuna, ni tratamiento. Tal vez algunos empiecen a comprender ahora por qué nunca ha habido antivacunas en África.

No tengo muchas esperanzas respecto de la naturaleza humana. No sé si habremos aprendido algo de esto. Quiero creer que, en el mundo que viene, destinaremos más recursos a la sanidad, a la investigación científica, a la educación -para que nadie se quede atrás cuando tenga que ser telemática- y al buen periodismo. Ese que no se hace sin periodistas críticos, pero responsables. Un difícil equilibrio que habrá que encontrar en el nuevo mundo. Mientras tanto, tengo las fuerzas justas para cuidarme a mí y a los míos -comer bien, hacer ejercicio, tomar el aire en el balcón y llevar a mis padres lo que necesitan-. Admiro a quienes están llenos de certezas. Y saben qué decir en un artículo.

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