Hoy la política es más necesaria que nunca porque es mentira que esta pandemia no discrimine entre clases sociales. Su efecto en las favelas de Brasil o el que tendrá en África lo demuestran. Si algo nos deja en claro la crisis que sufrimos es la necesidad de articular con mucha mayor fuerza una red de solidaridad internacional y un modelo de estado social del bienestar en que se refuercen de una vez para siempre los derechos humanos de segunda generación: el acceso a una sanidad y educación pública eficaz, entre muchos otros, que no deje en manos del mercado económico y la oferta o la demanda, la vida de ninguna persona, que es lo único que debe tener valor absoluto y no relativo para cualquier estado. El neoliberalismo a ultranza que reivindica sólo la defensa de los derechos individuales lo puede hacer de un modo malsano, porque tras ellos vea el derecho a la propiedad privada y no una dignidad moral ineludible que haga al individuo objeto de defensa ética. Es una postura hipócrita por muchas razones. Renegar de los derechos sociales supone una ceguera radical sobre lo que significa ser persona: un ser totalmente abierto al otro y necesitado del prójimo. Despreciar la reivindicación de los derechos colectivos como si fueran una cuestión despectivamente ideológica propia sólo de la izquierda es un grave error que ya se hace patente en muchas partes del primer mundo donde no todos pueden acceder a la misma cobertura. En EEUU muchas personas se quedarán solas frente a la enfermedad porque el libre mercado no va a defenderlas, y el Estado, probablemente, tampoco.

Escuché una vez a Carlos Díaz, filósofo personalista, que la política debe entenderse como la adecuada y ecuánime gestión pública de la caridad. No se refería entonces a promover un asistencialismo débil, poco sostenible, o la figura de un estado paternal sobre sus ciudadanos, sino a procurar desde el bien común que se den siempre las debidas condiciones socioeconómicas y, en fin, de igualdad de oportunidades, que permita a los más débiles aspirar en condiciones de justicia a una vida tan digna como la de cualquier persona. Este era el espíritu.

Cuando Adam Smith consagró los principios de la economía liberal moderna en "La riqueza de las naciones" lo hizo basándose en una antropología estrictamente individualista; confiaba en que el propio egoísmo humano como motor y el mercado como medio, dejados ambos a su libre albedrío, no sólo generarían la riqueza para todos sino que conjurarían de por sí cualquier imperfección que generase el mercado, incluyendo las desigualdades. Desde la propuesta inspirada en Malthus de esterilizar a los pobres hasta el retrato social que dejó Charles Dickens sobre la explotación infantil en las fábricas de la época victoriana quedó denunciado lo contrario en aquella Revolución Industrial. Las democracias liberales modernas cambiaron. Nuestra forma de entender lo que debe ser el mundo financiero también hoy va transformándose; tomamos conciencia de la necesidad de una economía social y solidaria, también con rostro humano, que nos asegure unas relaciones monetarias auténticamente justas en medio de la globalización. Este debería ser el espíritu.

No todo el mundo tiene, sin embargo, la misma sensibilidad ni está dispuesto a iniciar este debate. Cuestión de prioridades. Jürgen Habermas, padre de la ética dialógica, considera fundamental que se den, no sólo las condiciones que hagan posible un diálogo social ecuánime, sino también los intereses prácticos adecuados por parte de sus interlocutores: una intención sincera de alcanzar acuerdos. Sufrimos una grave crisis de humanidad, no sólo humanitaria.