Me pide el diario Levante-EMV que escriba no más de 800 palabras -perdón directora, ahí van 818- para expresar a sus lectores cómo estoy viviendo mi confinamiento casero por causa del COVID-19.

Lo primero que debo decirles es que pertenezco a un grupo de cierto riesgo -69 años y un stent coronario- que me invita a evitar el contagio. Por ello, estoy solo. En mi casa de Salobre, en la que nací. Una experiencia que al principio creí que me costaría mucho superar. Yo no sabía vivir en soledad, nunca lo había experimentado. Además, quien me conoce sabe que mis estancias no se prolongan mucho en ningún lugar: Dos días seguidos en el mismísimo paraíso me parecían una eternidad insoportable. Lo que más me agrada de un viaje es estar llegando al sitio, una vez en él siempre pienso en correr a otro lugar.

Pues bien, estoy solo, absolutamente solo, desde el 14 de marzo, y estoy llevando este aislamiento con más desenvoltura de la esperada. Me lo he tomado como un ejercicio del espíritu que, lógica y obligadamente, compatibilizo con las tareas domésticas. Por cierto, tengo la casa como los chorros del oro y las manos, con los efectos de la lejía, mucho más suaves y enrojecidas. Doce kilómetros diarios dando vueltas en círculo al patio de mi casa, 67 pasos cada vez, o haciendo bicicleta estática cuando llueve, son un recreo en mi reclusión.

Entrando en el terreno de las emociones y experiencias del ánimo, debo decir que este tiempo tan excepcional lo recordaré toda mi vida. Estoy dando valor a lo corriente, a lo que me parecía normal y casi nunca me paré a apreciar en su justa medida. Con esta epidemia estoy aprendiendo que la vida es básicamente salir y entrar, abrazar, besar, acariciar, visitar a los amigos, estrechar manos desconocidas, reír, llorar, viajar, hacer deporte, ir al cine, disfrutar un paisaje€ Quizá cuando la vida regrese le pidamos menos cosas superfluas y dediquemos más tiempo a las que hoy no podemos hacer.

Esta pandemia me enseña lo frágiles que somos, lo mucho que necesitamos de los demás. Creemos que hemos conquistado el planeta y un minúsculo microbio hace tambalearse nuestro mundo. A partir de ahora, quizá seremos aún más conscientes de lo mucho que nos necesitamos los unos a otros. Cuando la vida regrese quizá seamos mejores. Quizá abriremos balcones y ventanas no solo dos minutos al día para aplaudir; quizá abramos nuestros corazones y dejemos algo entornada la puerta de la ternura y del cariño, a sabiendas de que exteriorizar afectos no nos hace débiles sino más humanos.

También estoy ahondando en lo mucho que nos parecemos. La vida, -en mi caso la política- nos enfrenta, pero los humanos sentimos los mismos miedos y parecidas preocupaciones. Les diré algo que quizá sea políticamente incorrecto, pero casi no me importa equivocarme y es que me siento más solidario que antes de la pandemia. Me explico: me siento solidario con los enfermos, con los familiares de los muertos -en mi pueblo de 500 habitantes han fallecido 16 personas de la residencia de mayores- con los amigos hospitalizados, y aquí viene lo políticamente incorrecto, también me siento solidario con mis adversarios de siempre: nunca pensé que iba a volver a hablar con Cospedal, porque llevábamos años sin hacerlo. Pues bien, cuando supe que estaba contagiada le escribí deseándole que mejorase, me contestó muy amable y me sentí bien por haberlo hecho. La vida vale más que la política.

Como ven estoy tierno. También me siento solidario con el Gobierno porque imagino la tensión y preocupación con la que están viviendo estos momentos. Me pongo en su piel y me dan escalofríos. Tendrán aciertos y errores -solo los imbéciles creen que no se equivocan nunca- pero yo no me atrevo a formularle críticas, ataques, ni reproches. Necesito ahora mucho más confiar en los políticos que defenderlos o atacarlos. Los españoles merecemos que gobernantes y oposición estén juntos, que no añadan más tensión a nuestras preocupaciones, que no aumenten la angustia de nuestro pueblo con sus peleas.

No es el momento de ajustar cuentas. ¡Que envidia de Portugal! He oído que el jefe de la oposición decía al primer ministro. «Su suerte es la mía». Eso es tener talla moral y capacidad de estadista.

Para terminar, les expreso un deseo: espero que tras una situación tan dura como ésta sepamos penalizar a quienes intentan obtener rédito político o económico de la tragedia. Es tiempo de estar unidos y pendientes de nuestros enfermos y de las familias de quienes mueren, de nada más.

P.D.: ¡Ah! Se me olvidaba. Quienes apalean el árbol del miedo con bulos criminales deben ir presos. Las ratas aprovechan la situación para contagiar odio. Me refiero a las ratas con dos patas. Gracias a Dios hay pocas, pero alguna queda.