Abres los ojos cada día y la prisa te invade, dibujas mil tareas pendientes en el horizonte: trabajo, familia, actos sociales..., y así durante años. La vida pre-coronavirus para quien trabaja y tiene hijos suponía una corriente estresante de inputs, una planificación cartesiana que reduce hasta el infinito el tiempo para la autocomplacencia. Mi casa solía ser tumulto de idas y venidas, de desayunos, comidas y cenas apresuradas en el tiempo.

Estas semanas me despierto pensando que estoy viviendo un sueño, que no es verdad que hayamos pasado ya más de 25 días de confinamiento, sin haber tocado a nadie más que a las personas con las que compartimos domicilio.

Y lógicamente, como todos, pienso: ¿Nos quedaremos ilesos tras este encierro o algo habrá cambiado en nosotros? ¿Y en nuestros niños? Miro a mis hijas y sobrinas y me sorprende enormemente su capacidad de adaptación. No ha habido grandes escenas de resistencia a permanecer sin tocar la calle y mi casa no es especialmente amplia ni tampoco tiene terraza. La adaptación del animal y en concreto del ser humano a los cambios es impactante. Lo extraño se naturaliza rápidamente. Y ello me lleva a pensar ¿Qué habremos naturalizado de esta detención del tiempo cuando de nuevo volvamos a salir a la calle?

¿Seremos capaces de volver a saludarnos con la naturalidad que antes lo hacíamos? ¿Aproximarnos sin miedo? ¿Cómo volver a hacer del espacio público un espacio de confortabilidad y confianza y desprendernos de la capa protectora psicológica de la que en este tiempo nos hemos provisto cada vez que salimos a la calle? Cuando todo haya pasado me pregunto si seremos capaces de volver a tejer sin miedo las relaciones sociales cara a cara, sin pantallas.

El coronavirus surgió en nuestras vidas de manera invisible, como una especie de espectro llegado del infierno.

Lo podría haber hecho sin avisar, pero no fue así. Avisaron de su peligrosidad desde un lugar tan remoto para España como es China, desde donde nos llegaban imágenes apocalípticas de la expansión de la enfermedad COVID-19. La OMS, mandos policiales, sindicatos médicos, entre otros, alertaron con qué grado de preparación debíamos recibir a nuestro infeccioso invitado. A la luz de las decisiones del Gobierno, sin embargo, sólo actuaron como «agoreros» ante las festividades que los españoles ansiábamos celebrar.

Fueron reducidos a meros ecos en el mar de nuestra sociedad que cada vez, pretenden algunos, sea menos diverso en el hábitat de la crítica y donde las olas deben romper siempre en el mismo sentido.

Es tiempo de llorar a todos los que ya no están con nosotros y, créanme, son inasumibles: miles y miles. Ahora toca pensar en la lucha sanitaria que libramos con los profesionales como valientes miembros de una avanzadilla y unirnos como sociedad para doblegar la fiereza del virus, pero ello no quita que el pensamiento libre, siempre basado en información veraz, actúe si se confirman errores graves de gestión que son incuestionables a estas alturas.

Serán los españoles, cuando toque, y los tribunales, también en su momento, los que dicten sentencia de lo acaecido en España. Si las manifestaciones del 8-M, las mascletás o cualquier concentración masiva de personas en torno a ese periodo fueron una temeridad o, quizás, algo más.

Pero además de los terribles efectos sociales y sanitarios, están las graves consecuencias económicas. La Comunidad Valenciana va a pasar, como todos los territorios, por una travesía dura que ya se refleja en los centenares de miles de afectados por los ERTEs. Nuestra economía de pymes, con un fuerte pilar turístico y con la exportación como seña de identidad, va a registrar un gran terremoto.

Por ello, tenemos que facilitar la vida de las personas y de las empresas que los emplean y claro está que no puede haber subida de impuestos, sino moratorias en el cobro de tasas o bonificaciones del IBI para los inmuebles destinados a actividades económicas y del IAE para actividades no esenciales. Y habrá que ayudar a los autónomos con medidas decididas y no como las que se han puesto en marcha hasta la fecha. A cero ingresos, cero cuotas a la Seguridad Social

Nuestro motor económico se ha paralizado y no debemos perder ni un minuto en cambiarlo y arrancarlo.

Los valencianos tenemos espíritu emprendedor y la suficiente valentía para superar esta emergencia de la que apenas encontramos paralelismos. La reflexión, la autocrítica y también la crítica nos deben concernir a todos. Especialmente a los políticos por nuestra condición de representantes de la ciudadanía. Y a los medios de comunicación como lo que siempre son en tiempos de libertad: el necesario contrapoder y la luz allá donde se quieren imponer las sombras de la censura. Solo así, entre todos, sanaremos como sociedad y podremos abrir los ojos, de nuevo, cada mañana, y disipar el escalofrío de la incertidumbre que ahora recorre nuestros cuerpos y nuestras mentes.

Estos días he estado continuamente trazando una línea mental con todos los que nos precedieron, aquellos de los que tanto hemos leído o escuchado. Mi abuela, por ejemplo, siempre contaba que su padre celebraba haber podido superar los 50 años, pues se le había transmitido desde su infancia que todos sus antecesores habían muerto antes de esa edad. La concepción de la vida es algo que va a variar. Creo que cuando todo esto pase habremos afianzado una nueva relación con el tiempo en la cual se habrá revalorizado el presente (temporal y geográfico) y la lucha por tener un existir satisfactorio, no un tránsito acelerado entre múltiples presentes volátiles solo valiosos por la acumulación y cantidad de ellos. Y si de verdad se opera ese cambio, en el ámbito íntimo estaremos preparados para combatir el virus. Somos mucho más fuertes de lo que nos imaginamos.